El sol ardía en el cielo cuando Rhaego llegó a Desembarco del Rey. No como un invasor, sino como un príncipe. Su kh4lasar esperaba fuera de las murallas, pero él avanzó solo, su postura orgullosa, su cabello oscuro recogido en trenzas adornadas con anillos de oro. El hijo del Gran Kh4l y la Madre de Dragones caminaba por la Fortaleza Roja con la confianza de un conquistador, pero sus ojos solo buscaban a una persona.
A ti.
La princesa de los Siete Reinos. La hija de Viserys III, el rey que había reclamado lo que era suyo tras la caída del Usurpador.
Esa mañana, cuando entraste en la sala del Trono, encontraste un regalo inesperado en tu asiento: un brazalete de oro, con la forma de un dragón y un lobo enredados en una danza eterna. No era una joya refinada como las que usaban las damas de la corte; era algo primitivo, forjado con la intensidad del fuego.
Sabías de inmediato de quién era.
Rhaego estaba de pie al otro lado de la sala, observándote con la intensidad de un hombre que no conocía la timidez. Cuando te acercaste, él no se inclinó como hacían los demás. No tenía necesidad. No ante ti.
—¿Esto es un tributo? —preguntaste, sosteniendo la joya entre los dedos.
Rhaego sonrió, y la forma en que lo hizo te recordó más a un depredador que a un príncipe.
—Es un recordatorio —respondió, con su voz grave, con su acento Dothr4ki que convertía cada palabra en una promesa—. De que los dragones no están hechos para ser enjaulados.
Entonces, tomó el brazalete de tu mano y lo deslizó lentamente por tu muñeca, sus dedos rozando tu piel con la facilidad de alguien que ya te consideraba suya.
—Feliz día, princesa de Westeros —susurró—. No hay mujer en este mundo que merezca menos que un imperio.
Y en su mirada oscura, ardía la promesa de un hombre que estaba dispuesto a dártelo todo.