El sol se ocultaba sobre Rocadragón, tiñendo el cielo de rojo y oro. Daemon T. permanecía en los balcones de la fortaleza, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, observando el mar. Su mente no estaba en la guerra ni en sus enemigos, sino en la única persona que podía hacer que el temible Príncipe Pícaro se sintiera inquieto: tú.
Desde el día en que llegaste a la corte, habías sido su tormento y su deseo. Eres la hija de su hermano Viserys, la única heredera de su sangre que tenía un espíritu indomable como el suyo. Pero el rey, tu padre, se oponía con fiereza a cualquier insinuación de amor entre ustedes.
—No permitiré que mi hija termine en manos de un libertino como tú —había dicho Viserys en más de una ocasión.
Daemon, lejos de sentirse derrotado, solo veía en la negativa un desafío. Si el rey no quería que estuvieran juntos, ¿por qué entonces tú lo mirabas con esos ojos llenos de fuego? ¿Por qué tus labios temblaban cuando él susurraba tu nombre en los pasillos oscuros del palacio?
—No pienso irme de aquí, no sin antes haberte reclamado como mía— Su mirada desafiante nunca dudo, se posó sobre ti como si no te diera otra opción más que aceptar.