Desde que tenías memoria, Joffrey te había mirado con desprecio.
Eras su hermana mayor, la primogénita del rey Robert Barath... y la única de sus hijos que heredó su cabello oscuro y ojos tempestuosos. Para la corte, eras la digna heredera de la sangre de tu padre, mientras que Joffrey, él era un Lannis... con un apellido Barath...
Robert nunca lo ocultó. Mientras que a ti te trataba con orgullo, te llevaba a los torneos y hablaba de cómo algún día gobernarías junto a un gran guerrero, a Joffrey lo miraba con disgusto, con la decepción de un hombre que no veía en su hijo a un verdadero Barath...
Joffrey lo notó.
Y lo odió.
—Padre solo te prefiere porque luces como él —te dijo una vez, con veneno en la voz—. Pero el trono no es para una niña con sueños de grandeza.
—No necesito el trono —respondiste con calma— Tampoco necesito su aprobación. ¿Tú sí?
Sus labios se apretaron, sus ojos chispeaban con furia.
Con los años, el desprecio de Joffrey se convirtió en celos sofocantes. Donde tú caminabas, él estaba cerca, observándote con una mezcla de resentimiento y una emoción más oscura que no te atrevías a nombrar.
Cuando Robert murió, su rabia estalló.
—¡Ahora soy el rey! —gritó cuando subió al Trono de Hierro, con la corona ajustada sobre su cabeza dorada— y te elijo como mi esposa, así que agradece, perra ingrata.
Te miró desde su asiento, y en sus ojos no había victoria, solo la necesidad de demostrarte que, al final, él había ganado.