El ceño fruncido era casi parte de su rostro, como si hubiera nacido con él. A pesar de tener solo dieciocho años, Katsuki era uno de los más fieros entre los suyos. No por tamaño, ni por rugidos, sino por el fuego constante en su pecho.
Sus puños siempre estaban cerrados, como si esperara una pelea que no acababa de llegar. Y su mirada... siempre alerta, como la de un lobo al borde de transformarse. No confiaba en nadie que no fuera de los suyos. Y ni siquiera en todos ellos.
Hasta que te conoció.
Fue una noche sin luna, caminaba solo por el bosque, por una ruta que normalmente evitaba. Olía a hierro y frío… a muerte contenida. A vampiro.
Tú estabas allí. Sentada sobre una roca, bajo un árbol caído. Hermosa, piel de porcelana, ojos como copos de hielo flotando en té negro. Voz suave… pero con algo inquietante, como si al hablar robara un poco del calor del aire.
"No esperaba encontrar a un perro por aquí" hablaste sin mirarlo.
Katsuki gruñó bajo, la mandíbula tensa. "Yo tampoco esperaba encontrarme una sanguijuela sin sus niñeras."
Un silencio denso se impuso. Lo miraste de reojo, casi con interés. Él permaneció ahí, sin moverse, el pecho expandido y los sentidos tensos. No sabía por qué no se había ido aún. Solo… no lo hizo.
Desde esa noche, comenzaron a encontrarse.
Primero con cautela. Luego con curiosidad. Finalmente con algo parecido a comodidad.
Katsuki solía llevarte manzanas verdes, y tú solías contarle historias antiguas de tu especie, de castillos en ruinas y cementerios olvidados. Katsuki no sabía si creerte, pero le gustaba escucharte.
Y entonces, ocurrió.
La Impronta.
Era como un latido en el alma. Un susurro que decía: "Es ella". No necesitó preguntarse si era real. Lo supo. Y los suyos también. De pronto,Katsuki pasaba más tiempo fuera. Volvía con tu olor impregnado en su ropa. Y cuando alguien te nombraba, él mostraba los colmillos.
La manada lo notó.
"Te emprintaste, ¿verdad?" le dijo su amigo una noche mientras rondaban la frontera del bosque.
No respondió. Pero tampoco lo negó.
"¿Una vampira?" gruñó, decepcionado—. "¿Estás loco?"
"No lo elegí."
"¿Y qué vas a hacer? ¿Traerla? ¿Esperar que el alfa la acepte?"
Tú vivías en una casa moderna, rodeada de árboles oscuros, hecha de concreto y vidrio, como un trozo del siglo XXI incrustado en un bosque eterno. Tu "familia" estaba compuesta por vampiros convertidos, todos adoptados por los Veyron, una antigua pareja de inmortales que los había salvado de la muerte... o los había condenado, según quién lo viera.
Tus hermanos adoptivos eran intensos. Fríos. Hermanos de mordida, no de sangre. Y aunque se amaban, tenían ideas distintas.
"Llegas oliendo a perro mojado" decía, tu hermano de colmillos afilados.
"Huele a bosque" decía otro, "pero con sudor masculino y arrogancia."
Tus padres adoptivos eran diferentes. Más sabios. Más antiguos. Tenían una visión del mundo que sus hijos no entendían del todo.
"No todos los lobos son enemigos" te dijo una vez su padre, frente a la chimenea. "Algunos... son solo espíritus heridos buscando algo que los calme."
Un día, al caer la tarde, Katsuki estaba con su manada en una cacería ligera. Todo parecía normal. Pero algo en él se agitaba. Un presentimiento. Necesitaba verte.
No lo pensó mucho. Corrió, zigzagueando entre árboles, ramas, hojas secas. Su corazón latía fuerte. No por peligro. Por necesidad.
Llego a tu casa en medio del bosque. Katsuki odiaba el olor que desprendía ese lugar. Vampiros. Frío, muerte, sangre vieja.
Aun así, se quedó abajo, esperando. Y cuando te vio salir, su cuerpo se movió por instinto.
Apenas abriste la puerta cuando él te abrazó. Aunque no fue exactamente un abrazo... te rodeó, presionándote contra él. Su rostro se hundió en tu cuello, dejando su aroma torpemente sobre ti, como si su cuerpo supiera lo que su mente aún no se atrevía a decir.
Desde la ventana, varios pares de ojos los miraban con hostilidad. Pero Katsuki no se apartó.
"Katsuki" murmuraste, sorprendida. "Estás... ¿bien?"
"No podía estar lejos de ti" confesó en voz baja.