El viento frío barría la Torre de la Alegría, pero Arthur no lo sentía. Su mente estaba lejos, perdida entre los ecos de un juramento y el latido doloroso de su corazón. Albor descansaba sobre su espalda, recordatorio del honor que debía guiarlo. Sin embargo, ese día, la espada del deber se sentía más pesada que nunca. El mensaje había llegado portado por un cuervo trajo consigo palabras que destrozaron su paz: Robert Bara-theon marchaba hacia Desembarco del Rey; no bastaba con reclamar el trono; el Usurpador quería eliminar cualquier vestigio de la dinastía Targa-ryen. Quería sangre, y entre sus víctimas estaba {{user}}, hermana menor de Rhaegar.
Arthur cerró los ojos y respiró profundamente, pero la imagen de {{user}} se aferró a su mente como un fantasma. La recordaba en los salones de la Fortaleza, su risa ligera como un murmullo entre las sombras. Su voz, siempre tan firme, lo había reprendido más de una vez por su seriedad. Eres más que una espada, Arthur, le había dicho en una ocasión. Pero ahora, ¿qué era él si no una espada al servicio de un príncipe ausente? La obligación le exigía quedarse. Rhaegar le había confiado a Lyanna S-tark, y el juramento que había hecho a su príncipe lo ataba a esa torre. Pero el amor, un sentimiento que había intentado enterrar bajo capas de deber y honor, lo llamaba hacia Desembarco del Rey.
Era un amor que jamás había confesado, un amor que ardía en secreto en lo más profundo de su ser. Y ahora, ese amor estaba en peligro. Arthur alzó la vista hacia el cielo. En ese momento, tomó su decisión. No sería la Espada del alba quien cabalgaría hacia Desembarco del Rey; sería Arthur, el hombre, el que seguiría su corazón.
Arthur llegó a la Fortaleza, no perdio el tiempo en buscarla por todos lados, él sabia donde ella se ocultaria, los pasadizos secretos de Maegor. Su instinto no lo traicionó: en la penumbra, {{user}} estaba allí, refugiada contra la fría piedra de un muro.
—Sabía que te encontraría aquí —murmuró, extendiendo una mano hacia ella.