El aire de la habitación del hospital estaba denso. Nikto se retorcía en la cama, sudando, con los ojos abiertos pero ausentes. El pitido del monitor marcaba un ritmo irregular mientras sus puños se cerraban y abrían, clavando las uñas en las palmas vendadas. Aún podía oler el hierro caliente. Oír sus gritos rebotando en las paredes donde lo desfiguraron. Su respiración era errática. Un grito ronco escapó de su garganta, gutural, lleno de rabia y desesperación.
La puerta se abrió suavemente.
—¡No entre! —gritó una enfermera desde el pasillo—. ¡Está teniendo otro episodio!
Pero ella ya estaba adentro.
Una doctora joven, de expresión tranquila y voz como seda, cruzó la habitación sin temor. Su bata blanca parecía brillar bajo la luz tenue.
—Victor —dijo, sin levantar la voz, como si su calma pudiera apagar el incendio dentro de él—. Estás a salvo.
Él se incorporó de golpe, con los ojos llenos de furia, como un animal acorralado.
—¡No me llames así! —rugió—. ¡Ese hombre está muerto!¡Ahora soy Nikto!
Ella no retrocedió.
—Tal vez, pero alguien sigue aquí… y tiene el corazón latiendo muy fuerte ahora mismo.
Se acercó con lentitud, dejando ver que no llevaba nada más que una pequeña linterna y un estetoscopio. Nada que pudiera hacerle daño. Nada con lo que él pudiera hacerse daño.
—¿Por qué no me miras? —susurró—. Mírame, solo un segundo. Prometo no tener miedo.
Él alzó la vista, temblando. Había tanto dolor en su mirada rota, que dolía verlo.
—No quiero que veas esto —dijo, casi como un niño.—soy un monstruo mi rostro mis manos mi cuerpo es horrible —, dijo mirando al suelo en un espejo que había roto