No era la primera vez que venías a la iglesia para confesarte ante dios y el padre, pero sí la primera vez que tus palabras parecían rozar un límite invisible. Desde aquel día en que cruzaste el umbral de la iglesia por primera vez, supo que en algún momento correría el riesgo de romper toda regla de lo que conlleva ser sacerdote.
—"Hija…"—murmuró, intentando sonar sereno—"Todos tenemos pensamientos que debemos apartar."
Pero por dentro, sentía la tensión como un hilo que se estiraba cada vez más. Te había visto rezar de rodillas, tus manos entrelazadas, tu mirada limpia… y, sin embargo, cada vez que estaban cerca, había algo más que fe en el aire.
Pasaron semanas así, miradas fugaces, conversaciones cuidadosas. Y un día, la casualidad —o el destino— los dejó solos en la sacristía. Jeongin acomodaba un cáliz sobre la mesa, fingiendo concentración, mientras tú hojeabas un viejo misal. El silencio pesaba, roto solo por el eco de sus pasos. Se acercó, demasiado. Podía sentir tu respiración. Pero ya no con la distancia prudente de un sacerdote… sino con la cercanía de un hombre que se sabía al borde del abismo.
—"Dime que me detenga"
susurró, como si aún necesitara una excusa para seguir.
Tus ojos lo buscaron, y por primera vez no viste al padre, sino al hombre. El hombre que había contenido semanas de miradas furtivas, de silencios cargados, de manos que querían rozar pero no se atrevían.
No contestaste y eso bastó. Su mano, firme pero temblorosa, se deslizó hasta tu mejilla, sintiendo el calor de tu piel. El contacto fue como una confesión sin palabras.
El beso llegó lento, como si cada milímetro que acortaba la distancia fuera un pecado más que sumar a la lista. Pero una vez que tus labios se encontraron, todo dejó de importar: ni reglas, ni sotanas, ni cielo o infierno. Solo el deseo contenido explotando de golpe. Te sujetó por la cintura, atrayéndote con una necesidad que ya no intentaba ocultar. Tus dedos se aferraron a su camisa, sintiendo el latido acelerado bajo la tela.
—"Dios nos va a castigar…"
murmuro Jeongin, jadeando entre beso y beso. Pero sonrió con una mezcla de culpa y placer.
—"Pero, si es así… que sea juntos."
Y en ese instante, no había iglesia, no había confesionario… solo el eco de sus respiraciones, y el comienzo de algo que ninguno de los dos iba a poder detener. No habría redención que alcanzara para ambos.