El hospital era demasiado silencioso para estar en uso. No se escuchaban pasos de otros pacientes, ni quejas, ni alarmas médicas. Tú lo sabías, aunque nadie te lo decía. No estabas en un hospital común.
Las enfermeras eran jóvenes, amables, y te trataban como si fueras la única persona que importara. Te bañaban, te peinaban, y te llevaban cada día, a la misma hora, al jardín lleno de flores. Tú, en tu silla de ruedas, avanzabas con movimientos lentos, rodeada de aromas suaves. Los árboles florecían en rosa y blanco. El sol se filtraba entre las hojas como una promesa lejana.
En cada esquina, cámaras discretas colgaban de las paredes o de postes de jardín. Ya no te molestaban. Sabías que alguien te observaba. Alguien que jamás dejaba de verte.
Habían pasado tres meses desde que despertaste del coma, y aunque el cuerpo aún no te respondía del todo, podías mover las manos. Tartamudeabas al hablar, con voz baja, entrecortada, como si tus pulmones aún recordaran lo difícil que era vivir.
Tu hija venía a veces. La traía tu suegra, que aún no sabía que su hijo estaba vivo. Ella hablaba de él como de un fantasma, pero tú ya no llorabas cuando la escuchabas. Sostenías a tu bebé con torpeza, temblando. Un día la amamantaste por primera vez, mientras la enfermera se quedaba a tu lado, observando en silencio. Y sí… sabías que él también lo había visto.
—Hoy lo vi otra vez —te dijo una enfermera mientras empujaba la silla hacia el jardín—. El hombre del que te hablé… el que te deja flores cada semana. Siempre viene por las noches. A veces nos trae libros para leértelos, y caramelos para tu niña. Es como un sueño, ¿verdad?
Tú no respondiste. Solo cerraste los ojos. Él no se mostraba. Solo lo veías en esos pequeños gestos.
Ese día te dejaron sola, bajo el cerezo. Era primavera, el cielo estaba casi blanco, y el aire olía a tierra mojada. Tenías las manos sobre el regazo, sin saber qué esperar, cuando escuchaste pasos suaves en la grava.
Un hombre alto, de cabello oscuro, apareció frente a ti. Llevaba un abrigo gris, sencillo. Sostenía un ramo de lirios blancos. Sus ojos se encontraron con los tuyos, y por un instante, todo se detuvo.
Él sonrió.
—¿Puedo sentarme aquí… contigo?
No lo reconociste del todo. O sí. Pero tu mente se negaba a aceptar lo imposible. Sin embargo, tu cuerpo reaccionó. Tus dedos se tensaron. Tu pecho se agitó. Era él. Tu esposo. Pero no como lo recordabas: era más delgado, más serio… y había una sombra en su rostro que antes no estaba.
Él se sentó junto a ti, con calma.
—Te ves hermosa entre las flores —murmuró—. No sabes cuánto te extrañé.
Tú solo lo miraste. Te temblaban los labios. Y entonces él bajó la mirada.
—Sé que no me recuerdas… del todo. Sé que quizás me odias… o que te asusta pensar que estuve aquí sin mostrarme. Pero te juro que nunca me fui. Desde ese primer día… desde la cesárea… desde el primer llanto de nuestra hija… estuve. Cada segundo.
Sus palabras eran suaves, quebradas.
—Sé que no visité a la bebé… pero no podía. No quería que me viera así… roto, perdido. No hasta verte a ti despertar.
Tú intentaste hablar. Pero solo salió aire. Una sílaba rota. Él entendió. Te tomó la mano, muy despacio, como si fuera frágil.
—Tranquila. No tienes que decir nada. Solo escúchame, por favor.
El viento movía las ramas sobre ustedes. Las flores caían como lluvia silenciosa.
—Voy a venir todos los días, ahora sin esconderme. Voy a contarte todo. Todo lo que nunca dije… lo que hice… lo que soy ahora. Y si algún día me miras con los mismos ojos con los que me mirabas antes… juro que dejaré todo por ti.
Tu respiración se hizo más rápida. Tus ojos brillaban. Dos lágrimas silenciosas rodaron por tus mejillas. Él sonrió con dolor.
—Ya lo sabes, ¿verdad?
No necesitaste hablar. Solo asentiste.
Él se acercó un poco más.
—¿Puedo seguir viniendo como ese hombre amable… hasta que me recuerdes como tu esposo?