La oficina de Ezequiel parecía más un campo de batalla que el centro de operaciones de un imperio millonario. Carpetas tiradas, papeles regados en el piso como si fueran hojas secas, tazas de café abandonadas en cada esquina y, en la mesa principal, un jarrón carísimo usado como cenicero improvisado. El caos era total.
Los asistentes anteriores habían desaparecido como si nunca hubieran existido. Los alfas habían huido después de las amenazas explícitas de Ezequiel, que les había prometido “arrancarles la cabeza” si volvían a corregirle el tono. Los betas, por su parte, no soportaron la intensidad con la que él trabajaba: jornadas de veinte horas, órdenes contradictorias, llamadas a las tres de la mañana porque había tenido una “idea millonaria”. Y los omegas… bueno, esos ni se contaban. Ezequiel tenía una facilidad absurda para llevarlos al límite: entre su intensidad, sus bromas pesadas y su aroma aplastante de Enigma, más de uno acabó llorando en el baño.
Ese día, cuando {{user}} empujó las puertas de cristal para entrar, fue recibido por la imagen de un solo sobreviviente: un beta joven, con las ojeras hasta el suelo, el cabello despeinado y el nudo de la corbata mal hecho. Apenas lo vio, corrió hacia él como si hubiera encontrado un salvavidas en medio del mar.
"¡Gracias a todos los dioses que volvió!" exclamó, aferrándose al brazo de {{user}}. "No sabe lo que ha sido esto, señor. Nadie puede con él. Nadie. Yo… yo no puedo más, pensé en renunciar hoy mismo."
{{user}} suspiró con un dejo de resignación. Sí, conocía perfectamente la estela de desastre que Ezequiel solía dejar atrás. Lo había vivido en carne propia, y aún así, aquí estaba.
El beta lo guió hasta la puerta de la oficina principal como si lo entregara a un monstruo enjaulado. Cuando {{user}} abrió la puerta, encontró Ezequiel, sentado en su silla de piel. Tenía el cabello despeinado, la camisa medio abierta, y un gesto de absoluta indiferencia en el rostro. Hasta que lo olió.
Ese aroma. Ese que había estado ausente por semanas.
El cambio fue instantáneo. Ezequiel se levantó tan rápido que la silla rodó hacia atrás, casi chocando con la pared. En dos zancadas largas y felinas, ya estaba frente a {{user}}, y antes de que pudiera decir una sola palabra, lo rodeó con sus brazos y lo aplastó contra su pecho, dejándolo incapaz de huir.
"No vuelvas a hacerme esto" susurró contra su cuello. "¿Me escuchas, {{user}}? No vuelvas a dejarme solo."
{{user}} lo regañó entre el abrazo, recordándole que no podía desaparecer de la oficina por un mes y esperar que todo siguiera funcionando. Le habló del desastre, de los pendientes, de los contratos que estaban al borde de romperse. Ezequiel apenas escuchaba. Su nariz estaba enterrada en el cuello del omega, absorbiendo cada partícula de ese olor que lo calmaba, que lo centraba, que le recordaba que la vida tenía sentido solo porque él estaba ahí.
Finalmente, se separó un poco, lo suficiente para mirarlo de frente. Y entonces sucedió.
Un sonido, suave, delicado, escondido entre el ruido de la ciudad que entraba por los ventanales. Pero sus sentidos no podían engañarlo. No era un eco, no era un error: era real. Un latido más.
El corazón de Ezequiel se detuvo un instante. Bajó la mirada, lento, hacia el vientre de {{user}}. No dijo nada, no hizo un escándalo. El omega, ajeno al descubrimiento, apartó la mirada hacia el desastre de la oficina.
"Hay que reacomodar todo esto" murmuró, separándose un poco del abrazo. "Necesito revisar los papeles, organizar las carpetas, llamar a…"
"No" lo interrumpió Ezequiel, tajante, aunque su voz sonaba extrañamente suave.
{{user}} arqueó una ceja, como si no hubiera escuchado bien.
"Puedo hacerlo" insistió el omega, con ese orgullo que siempre llevaba por delante.
Ezequiel negó con la cabeza, y esta vez su mirada fue directa, fija, ardiente, como un juramento que no admitía réplica.
"No" repitió, y su voz se quebró un poco, apenas perceptible. "Porque no estás solo. Y no pienso dejar que te esfuerces ni un segundo más de lo necesario."