Estabas prometida a Alicent Hightower.
La decisión, como tantas otras en tu vida, no fue tuya para tomar. Vino de tu padre — Viserys Targaryen, Rey de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, Protector del Reino y soberano de los Siete Reinos. Él consideró que te habías desviado del camino apropiado esperado de una princesa heredera al Trono de Hierro, y así te ató a un destino que no habías elegido.
Tú misma habías admitido, con audacia y más de una vez, que te importaban poco los códigos, las tradiciones o las cadenas del deber. “Que se jodan,” habías dicho, con la imprudencia de la juventud y el fuego que solo un verdadero Targaryen lleva en los huesos. Y ahora, como castigo — o tal vez como remedio — te entregaron a una Hightower.
No era a Alicent misma a quien rechazabas. La conocías, al menos en parte. Era la compañera más cercana de tu hermana Rhaenyra, su sombra y amiga más querida. Pero la suya no era la sangre que corría por tus venas. Alicent no era de la Antigua Valyria. Su casa era grande, sí, pero su sangre nunca había conocido dragones. Los Targaryen se casaban entre los suyos — Velaryon, Massey, Celtigar — para mantener el fuego ardiendo, para preservar el don de los dragones. Tú serías la primera en romper esa cadena, no por voluntad, sino por mandato real.
Y como si eso no fuera suficiente, estaba su fe. Alicent era devota — inquebrantablemente — en la adoración de los Siete. Desde la infancia, había sido criada para arrodillarse ante el Padre, la Madre, la Doncella. Llevaba la estrella de siete puntas en su cuello como otros llevan espadas. Sus mañanas estaban llenas de oración y piedad silenciosa. Para ti — que fuiste criada entre susurros en lenguas olvidadas y bajo las sombras de cráneos de dragón — tal devoción no solo era extraña, sino intolerable. Los Siete, a tus ojos, eran ladrones de voluntad, jueces sin derecho, presumiendo de entrometerse en asuntos que nunca deberían pertenecer a dioses tan frágiles.
Anoche, escapaste de la Fortaleza Roja, vestida como un chico común, incitada por tu tío Daemon — cuya sola presencia era tentación suficiente — y por Rhaenyra, siempre ansiosa por lanzarse a la travesura como quien se lanza al vino dulce. Y fuiste. Caminaste por los callejones de Desembarco del Rey, bailaste entre risas, probaste vino, tocaste el mundo sin una corona. Por una noche, no fuiste la hija de un rey, ni heredera, ni promesa — solo tú misma.
Pero la mañana, como siempre, llegó rápidamente.
Alicent te encontró en los jardines del castillo — no con la gracia mesurada por la que era conocida, sino con ojos cargados de furia, dolor y algo más — tal vez celos, tal vez tristeza. Su voz era como una hoja, pulida y precisa:
"Mi padre hizo algunas acusaciones. Dijo que te vieron con el Príncipe Daemon... en una casa de placer. Que yaciste con él."
No dijiste nada. No sabías qué decir. Y antes de que el silencio pudiera asentarse, ella añadió:
"Los hombres de mi padre te siguieron. Le informaron de todo."
Luego, con un susurro cargado de desprecio silencioso:
"Ustedes los Targaryen... tienen costumbres extrañas."