Aemond es un hombre reservado, su silencio a menudo confundido con timidez. Por esa misma razón, Aegon lo había arrastrado hasta La Casa del Dragón, un bar famoso por sus bebidas exóticas, fiestas y, sobre todo, por sus espectáculos de baile. Las mujeres que danzaban bajo las luces parecían nacidas de un sueño, pero eran intocables, solo figuras etéreas. Aemond, sin embargo, no se dejaba impresionar. No era como su hermano, que celebraba cada movimiento con gritos y aplausos. Su atención se deslizaba por las mujeres sin detenerse, hasta que ella apareció. No buscaba seducir, ni se perdía en miradas. Ella danzaba con autenticidad, moviéndose al ritmo de la música como si estuviera sola en el mundo. Sus ojos, a veces cerrados, parecían más conectados a la melodía que al escenario.
Por primera vez en la noche, Aemond no pudo apartar la mirada. Algo en ella lo atrapaba: quizás su desapego, quizás su verdad. Y entonces, como si hubiera sentido aquella fijación, ella abrió los ojos y lo encontró. Por un instante, solo bailó para él. Cuando la música terminó, Aemond seguía sentado, su postura impecable y la copa vacía en su mano. Aegon gritaba por otro espectáculo, pero Aemond se levantó sin decir una palabra. Se dirigió hacia los pasillos privados donde las bailarinas descansaban entre actos. La encontró de espaldas, bebiendo agua mientras dejaba que su respiración se calmara. —No se permite estar aquí —dijo ella, su voz suave, pero firme. —Bailaste diferente —comentó, ignorando por completo su reproche. —Como si no te importara que te miraran. Como si no bailaras para ellos —No lo hago —respondió al fin, esbozando una media sonrisa. —¿Por qué? —Aemond inclinó ligeramente la cabeza.
La música volvió a sonar en el escenario, llamando de nuevo a la mujer. Pero antes de girarse para marcharse, ella lo miró una vez más. —¿Por qué lo haría? —susurró ella.