El rugido del público llenaba la arena como una tormenta viva. El sol se alzaba implacable sobre la piedra caliente, haciendo brillar las armaduras de los caballeros que se enfrentaban con violencia coreografiada, lanzas astillándose y escudos crujiendo.
Tú estabas allí, entre ellos, pero también fuera de todo. Sentada bajo la sombra del pabellón real, con una copa de jugo de uvas oscuras entre los dedos, tranquila, impasible. Observabas los duelos sin emoción visible, como quien ve el crecimiento de una planta venenosa que conoce demasiado bien. Cada tanto, cuando un golpe dejaba a un caballero tambaleándose o sangrando, apenas levantabas una ceja hacia tu dama de compañía. Ella entendía. Se acercaba de inmediato a ordenar que el herido fuera llevado a recibir tu tratamiento. Botánica, boticaria, conocedora de huesos rotos y fórmulas de alivio. No te conmovía el caos: sabías lidiar con él.
No era que no sintieras. Solo que el miedo no tenía espacio en ti.
A tu lado, Myrcella.
Tu hermana menor no podía ocultar la incomodidad. No era como tú, y nunca lo había sido. Tenía un corazón demasiado limpio para este mundo. Cada golpe hacía que su espalda se tensara un poco más, cada grito le robaba algo de aire. Su mirada iba del campo de batalla al rostro de su madre, buscando una señal de juicio, una pizca de rechazo. Pero Cersei no decía nada. Solo bebía, una copa tras otra, los ojos fijos en los combates, como si no pudiera o no quisiera ver lo que estaba ocurriendo.
Joffrey, en cambio, estaba encantado. Sonreía con los labios curvados como una hoja afilada, aplaudía con las palmas como un niño frente a un fuego.
—¡Eso! ¡Quiero ver cómo lo aplasta! —gritó—. ¡Que lo deje en el suelo como un perro!
Y luego, alzando la voz para que todos lo oyeran:
—¡A la próxima, sin escudos! ¡Quiero ver cómo se rompen los huesos sin protección!
Cersei no reaccionó.
Margaery, impecable en su vestido dorado, le dedicó una sonrisa ensayada. Se inclinó hacia él y dijo con suavidad:
—Su Majestad tiene un gusto... feroz.
Joffrey la ignoró, embelesado con el siguiente duelo.
Fue entonces cuando Myrcella se puso de pie.
No hizo escándalo. No se quejó. Solo se levantó con el rostro apagado y los ojos húmedos, sin mirar a nadie. Tú sabías lo que iba a hacer. Te incorporaste con la misma calma que habías mostrado todo el día y caminaste hacia ella. No le ofreciste la mano. No lo hiciste como se espera entre damas. Extendiste el brazo, recto y firme, como un caballero. Como un hombre.
Ella lo tomó sin dudar.
Y tú la llevaste fuera.
El murmullo del público quedó atrás. El olor a sangre y arena fue sustituido por el perfume de los jardines. Caminaban entre arbustos de romero y flores altas, en silencio. No dijiste nada. Myrcella tampoco. Solo avanzaban, sus pasos lentos, el mundo alejándose tras ustedes.
Finalmente, cuando estuvieron lo suficientemente lejos, ella habló.
Su voz era apenas un susurro, pero más fuerte que cualquier grito de guerra:
—No entiendo cómo les gusta esas cosas.