Más de dos meses habían pasado desde aquel día de fuego y acero. {{user}} permanecía confinada en el ala oeste de la residencia del general Xu Qian, una estructura robusta de madera y piedra, con patios internos y torres de vigilancia que recordaban su vida militar, más que un hogar. Las cortinas pesadas bloqueaban la luz del sol, dejando que solo los rayos matizados por la seda filtraran sombras sobre el suelo pulido.
Cada día era igual: la quietud rota solo por el paso de los soldados, los gritos de órdenes en los patios y el eco lejano de martillos y madera mientras Xu Qian reorganizaba su fortaleza y entrenaba a los hombres para mantener la frontera segura. Él raramente pasaba por el ala oeste; cuando lo hacía, su presencia era breve, medida, sin palabras que no fueran necesarias.
A veces, {{user}} cerraba los ojos y se encontraba transportada de nuevo a aquel palacio enemigo, entre humo y gritos, viendo cómo Xu Qian había atravesado las puertas con su ejército, cómo su madre Lady Feng la había protegido desesperadamente y cómo él, sin vacilar, la había tomado para sí.
El recuerdo era un nudo en el pecho, una mezcla de miedo y asombro ante la ferocidad del general, la brutalidad de su victoria y la fuerza que le había arrebatado toda elección.
Ahora, la residencia estaba silenciosa salvo por el trabajo constante de los soldados y sirvientes.