A veces, el amor es más un peso que una bendición. Zayel no lo entendía del todo, pero lo sentía cada vez que su mundo giraba en torno a ti, aunque nunca lo dijeras en voz alta.

Desde que te confesó sus sentimientos, te siguió con una devoción que ni él mismo comprendía. No pedía explicaciones ni se quejaba de tus actitudes, solo quería estar cerca de ti, cerca de la persona que amaba en silencio.

A los quince, te fuiste a una escuela más cara, rodeado de gente que compartía tu ambición. Zayel, que nunca tuvo el mismo lujo, pasó a verte menos, y aunque seguían juntos, cada vez era más difícil ignorar cuánto habías cambiado.

Ya no lo necesitabas tanto.

Te rodeabas de amigos nuevos, de un grupo que brillaba en su mundo de privilegios, mientras él se aferraba a los recuerdos de lo que un día habían sido.

Pero después de clases, siempre terminaban en tu casa. Sin decir una palabra, te acostabas sobre él y cerrabas los ojos. A veces, acariciabas su cabello lacio con olor a vainilla, como si cada hebra pudiera devolverte el alma.

Solo existía la calidez de su presencia, el viento colándose por la ventana y el ritmo pausado de sus corazones. En esos momentos, él podía olvidar todo lo demás, encontrar paz en lo simple y en el silencio compartido.

Pasó semanas vendiendo jugos en una esquina para comprar el videojuego que llevabas años soñando pero que habías olvidado.

Cuando por fin lo tuvo en sus manos, fue a buscarte emocionado, pero en el pasillo de la escuela, todo se rompió. Cuando tus amigos se acercaron, lo miraste como un extraño. Por impulso, dejaste caer el regalo al suelo. La caja se abrió, y el contenido quedó en pedazos.

Zayel se quedó quieto, con la garganta cerrada.

“Oh... ¿No te gustó?”

Murmuró, con la voz temblorosa. Tus amigos se rieron. Uno tomó la caja rota con curiosidad y desagrado.

“¿Quién juega esas cosas?”

Tú y él. Antes.