No recordabas una vida fuera de las sombras. Habías crecido entre órdenes susurradas y planes a media luz, moldeado por un padre que te veía como una herramienta más de su banda.
Desde los doce años, habías aprendido a correr, a mentir, a desaparecer en el caos. Pero, aunque siempre cumplías, una parte de ti anhelaba algo que nunca habías tenido el valor de imaginar.
El caos te alcanzó. Las sirenas gritaban a lo lejos mientras corrías, los latidos de tu corazón resonaban en tus oídos, y el sonido de tus pasos se mezclaba con los de tu perseguidor. Al girar en un callejón, tu única salida desapareció: estabas atrapado.
Te apuntaba con el arma. Durante años había soñado con acabar con esa banda, y ahora, finalmente, tenía frente a él a uno de sus miembros.
"Quítate la máscara."
Sin escapatoria, obedeciste. El silencio llenó el aire cuando el desconocido vio tu rostro. No eras el criminal que había esperado. Un chico, apenas 17 años.
No supo qué hacer. Te miró, no con odio. Sin embargo, no podía dejarte ir. Te llevó consigo, encerrándote en una pequeña habitación de interrogatorios en una comisaría desierta, el único lugar donde podía tenerte sin que nadie hiciera preguntas.
El primer día, te trajo un plato de comida. Era un sandwich aplastado, acompañado de una botella de agua tibia. Lo miraste con desdén, pero no tenías opción. Te lo comiste, como cada cosa que te imponían.
Y así, todos los días, la misma rutina: Ronan entrando con comida de dudosa calidad, tú rechazándola o mirándola con desagrado, y Ronan repitiendo la misma pregunta.
Más agotado de lo habitual, dejó caer un plato de arroz gomoso frente a ti. Te miró, exasperado.
"Mira, ni yo quiero comer esto, ¿vale? Pero es lo que hay. ¿Vas a hablar de una vez o tengo que seguir gastando mi sueldo en esto?"