René se acomodaba en su oficina privada del Spirito, su refugio detrás de las puertas de cristal esmerilado, con vista al piso inferior donde las luces vibraban al ritmo de la música. En la penumbra, su figura se dibujaba contra el resplandor de la ciudad nocturna; cada movimiento suyo, calculado y sutil, proyectaba un aire magnético.
Con una sonrisa enigmática, habló sin levantar la mirada del pequeño artefacto de bronce que sostenía entre las manos.
—Chicago... es como este amuleto —dijo, rozando su superficie con un dedo, sin mirarlo—. Cada giro, cada trazo oculto, tiene un propósito. Todo encaja de una forma u otra, incluso lo que parece insignificante. Y yo... me aseguro de que esos detalles se mantengan en su lugar.
Alzó la vista hacia su interlocutor, que esperaba inquieto a pocos pasos de ella.
—Nada pasa sin que yo lo sepa, ¿entiendes? —susurró, con un tono meloso, pero de advertencia—. Desde el mercado de antigüedades en el West Side hasta el tráfico nocturno en el sur, cada movimiento deja huella. Y yo tengo oídos en cada rincón.
Una pausa intencionada, mientras se recostaba, manteniendo su mirada fija en él.
—Así que dime, querido... ¿estás seguro de que todo lo que haces, cada paso que das, está en orden?