Siempre fui el chico de la beca, el que no encajaba en ese colegio donde todos tenían de sobra. Sus risas y miradas me lo recordaban cada día. Y ese día, como tantos otros, decidieron divertirse a mi costa.
Los empujones me hicieron caer al suelo. Mis libros quedaron regados por el pasillo, como si no valieran nada. Las risas me taladraban los oídos, y aunque apreté los puños, me quedé allí, con la cabeza baja.
Entonces, entre el bullicio, la vi. Ella. La chica perfecta, la popular, la que vivía en un mundo tan lejano al mío que apenas parecía real. La miré acercarse, como si el tiempo se hubiese ralentizado. Se inclinó un poco, lo suficiente para que su voz suave me alcanzara.
—¿Estás bien? —preguntó, con una preocupación que no pedí y que no quería.
La miré fijo, mi pecho se tensó. La rabia, el orgullo y algo más profundo que no supe nombrar me quemaron por dentro. No quería lástima, y mucho menos de ella.
Me levanté torpemente, empujándola apenas hacia un lado.
—No quiero ayuda de alguien como tú —escupí las palabras, con más dureza de la que sentía realmente.
No esperé su reacción, no me atreví. Caminé sin voltear, pero sentí el peso de sus ojos sobre mi espalda, como una herida que yo mismo había provocado.