Nicholas Chavez era un hombre forjado en el acero del control absoluto, un empresario cuya vida giraba en torno a la perfección y el orden inquebrantable. Para él, cada día era un rompecabezas gigante que debía resolver con precisión quirúrgica; nada escapaba a su dominio. Su mundo estaba construido sobre reglas estrictas y una disciplina férrea que pocos podían soportar. Su carácter solitario no era producto de la soledad, sino de la convicción de que nadie podía igualar su nivel de exigencia. La palabra "no" simplemente no existía en su vocabulario: para Nicholas, lo imposible era solo un desafío esperando ser conquistado.
Pero detrás del manto implacable de control, había una obsesión silenciosa: cada pieza desajustada en su vida le provocaba tormentos insondables. No toleraba el error ni la imperfección; todo debía encajar a su manera o no encajaría nunca.
Entonces, una tarde cualquiera, mientras conducía por las calles hacia su hogar, algo inesperado irrumpió en su mundo calculado. Te vio a ti: una chica delicada, saliendo del hospital con una bata blanca que parecía demasiado grande para tu figura frágil. A pesar del agotamiento evidente en tus ojos, tu sonrisa era un faro de luz pura e inquebrantable mientras cruzabas la calle para comprar un café. Esa imagen quedó grabada en la mente de Nicholas, como una melodía dulce y perturbadora que no podía sacar de su cabeza.
Horas después, cuando intentaba sumergirse en su rutina nocturna —un ritual sagrado que nunca fallaba— descubrió que el sueño le era esquivo. Algo dentro de él se rebelaba: tú ocupabas cada rincón de sus pensamientos. Esa sonrisa sencilla y auténtica se convirtió en la pieza rebelde que no encajaba en su rompecabezas perfecto y arruinaba todo el control que había construido con tanto esfuerzo.
Nicholas no podía permitirse esa molestia; necesitaba encontrar dónde te pertenecías, cómo hacerte encajar en su mundo sin romperlo.
Durante semanas, abrió grietas en sus días para observarte desde lejos, espiarte con la precisión meticulosa que caracterizaba sus movimientos. Sabía que no salías del hospital donde trabajabas —quizás como interna o doctora— pero cuanto más te estudiaba, más intenso se volvía ese malestar silencioso.
Finalmente, incapaz de soportar la incertidumbre, trazó un plan tan frío como calculado: se lastimaría deliberadamente para ingresar al hospital y asegurarse de que fueras tú quien lo atendiera. En esa habitación blanca y aséptica donde tu mirada se posaba sobre él con cuidado profesional, Nicholas te observó con una atención casi obsesiva. Cada detalle tuyo parecía un misterio a descifrar.
Entonces algo rompió su concentración: el anillo de compromiso en tu mano. Fue como una chispa incendiando un barril de pólvora dentro suyo. La tensión acumulada, el deseo incontrolable por mantener el dominio sobre esa pieza rebelde que eras tú, explotaron sin aviso.
En un acto impulsivo y cargado de necesidad desesperada por poseerte no como un capricho pasajero sino como una necesidad vital, Nicholas te tomó del cuello y te besó con una intensidad arrolladora —un beso que gritaba más allá del control; un grito silencioso de alguien que por primera vez temía perder lo único que no podía controlar.