La Fortaleza era un lugar donde los secretos crecían como enredaderas, trepando hasta los rincones más oscuros. Sin embargo, pocos secretos eran tan peligrosos como los encuentros entre Jacaerys y {{user}}. Ella, hija de Alicent, ella era todo lo que las expectativas de su madre esperaban: inteligente, obediente y leal. Pero también era lo suficientemente audaz como para seguir el anhelo de su corazón, incluso cuando este la conducía a los brazos de un hombre que la Reina consideraba un bastardo.
El bosque de los dioses se había convertido en su santuario, un espacio donde el veneno de las palabras de la Fortaleza se desvanecían, dejando solo el susurro del viento y las hojas. Jacaerys aguardaba bajo las ramas del acre de olmo, su mirada fija en las raíces del antiguo árbol. La ansiedad comenzaba a apoderarse de él; {{user}} no había llegado.
Suspiró, cruzándose de brazos mientras observaba la quietud del bosque. El tiempo pasaba, y con cada instante que ella no aparecía, su esperanza se desmoronaba un poco más. Finalmente, resignado, se levanto y camino hacia el camino de tierra que conducía de regreso a la Fortaleza.
—Que idiota... —susurró para sí mismo—. Supongo que ya se canso de esto y no vendra... —¿Y quién dijo que no lo haría?
La voz de {{user}} a sus espaldas, suave pero divertida, lo detuvo en seco. Jacaerys se giró de inmediato, sus ojos encontrándose con los de ella. Ahí estaba, de pie bajo la penumbra de los árboles, su respiración un poco agitada como si hubiera corrido para llegar.
—Pensé que no vendrías —admitió él, su voz llena de alivio y algo de molestia tambien.
Jacaerys la miraba con ternura. En ese momento, bajo la sombra de acre, las palabras de rencor de la Fortaleza parecían tan distantes como las estrellas. Allí, en su pequeño refugio, solo existían ellos dos.