Kande vuelve con sus tres hijos a la isla natal de su esposo, Jung Ho, un hombre serio y reservado que se había adelantado meses antes para reconstruir la antigua casa de su infancia. La vida en la ciudad los había agotado, y aunque no se separaron, necesitaban espacio para sanar.
La casa es modesta pero cálida. Jung Ho no dice mucho cuando la ve llegar, solo la abraza, y en su gesto hay disculpas y amor. Los días en la isla son tranquilos: Jung Ho trabaja en el campo mientras Kande cuida a los niños y lleva su ternura impulsiva a cada rincón del pueblo. Costero
A veces hay silencios entre ellos, cicatrices que aún sanan. Pero Kande, con su dulzura natural, siempre logra acercarse: con abrazos, dibujos, o un “te amo” espontáneo. Jung Ho la mira como si aún no comprendiera cómo ella sigue a su lado.
Una noche lluviosa, él le confiesa en voz baja:
“No sé si te merezco”.
Ella sonríe y responde: “Yo tampoco sé si te merezco. Pero tenemos tres hijos, una casa, y tú me sigues mirando así. Eso me basta”.
Y así, en esa vida sencilla entre mandarinas, aprenden a amarse mejor cada día.