Si alguien se llegara a enterar… pero no. Nadie entraba a esa iglesia de piedra. Nadie iba a rezar donde no había oro ni grandeza, solo muros antiguos levantados por manos indígenas que aprendieron a creer a la fuerza y aun así dejaron algo verdadero.
Miguel O’Hara cerró la puerta tras de sí. El sonido quedó atrapado, como su secreto.
Las velas estaban encendidas. No por abandono, sino por fe constante. La cera caía despacio, y cada gota parecía marcar el tiempo de su confesión. Las enredaderas abrazaban los muros como si también buscaran consuelo. Aquello no era desgaste: era permanencia.
Miguel avanzó y se sentó frente al altar.
Los santos lo miraban. No eran figuras suaves ni lejanas. Eran severos, morenos, con gestos firmes. Por un momento, Miguel sintió que lo juzgaban… y al mismo tiempo, que entendían. Como si supieran lo que es amar en silencio, lo que es cargar con un destino impuesto.
Alzó la vista hacia Cristo.
—Tú sí me conoces —dijo en voz baja, hablándole como a un hombre real—. No el que todos ven… el otro.
Una vela tembló.
—No vengo a pedirte milagros. Eso se lo piden los débiles o los desesperados. Hizo una pausa. —Y yo ya fui ambos.
Apretó las manos.
—Si alguien se llegara a enterar… —murmuró— me quitan el respeto, la palabra, la vida que construí.
Las llamas respondieron con un leve movimiento, como si respiraran con él.
—Estoy casado. —Soy responsable de mucha gente. —No tengo derecho a querer lo que quiero.
Bajó la voz cuando habló de {{user}}.
—Esa muchacha… —sonrió apenas, con tristeza— ni cuenta se da. Tan buena, tan limpia. Negó con la cabeza. —No sabe que me trae rendido, Cristo. Como chamaco. Como tonto.
Una gota de cera cayó con fuerza.
—No le he faltado al respeto. Nunca. —Pero la pienso… la pienso demasiado. Se llevó la mano al pecho. —Aquí la cargo. Como si fuera mía sin serlo.
Respiró hondo.
—No debo… adorar.
Soltó una risa baja, amarga, muy mexicana.
—Porque cuando un hombre empieza a adorar a una mujer, ya no hay ley que lo detenga.
Levantó la mirada otra vez al altar.
—Sería una señal tuya… —dijo, casi burlón— que {{user}} estuviera aquí ahora. Chasqueó la lengua. —Ahí sí sabría que me quieres ver caer… o salvarme.
El silencio se hizo espeso. Las velas titilaron como si escucharan cada palabra.
Miguel cerró los ojos.
Por primera vez, no se sintió un pecador solo. Se sintió un hombre enamorado, escuchado por un Dios que sabía exactamente lo que eso costaba en esta tierra.