Katsuku tenía ese tipo de cara que la gente evitaba. Ceño fruncido como si el sol siempre le estorbara, mandíbula apretada, mirada que no parpadeaba. Era todo puños y heridas mal cerradas, nudillos rotos, y sangre seca en la camisa del día anterior. No había día que no se peleara con alguien. Si el mundo le gritaba, él devolvía el grito con los puños. Menos contigo.
Tú...eras otra cosa. Tenías una lengua afilada y veneno dulce en la boca. No necesitabas levantar la mano para poner a temblar a quien se te cruzara. Pero con Katsuki... eras diferente. Con él te reías bajito, como si se te escaparan las carcajadas que solo él merecía.
Nadie entendía cómo funcionaban, pero lo hacían. Él era tormenta. Tú, fuego. Y entre ambos se formaba una calma extraña, una isla donde el mundo no los podía alcanzar.
Conocías la casa de Katsuki como si fuera tuya. Sabías que la puerta de la cocina no cerraba bien, que el padre no estaba nunca, que la madre solo hablaba para gritar. Sabías que Katsuki dormía con la lámpara encendida aunque lo negara, que su comida favorita era la picante.
Eran las cinco de la tarde cuando Katsuki llegó frente a tu casa. No tocó el claxon ni bajó del coche. Solo te mandó un mensaje:
“Baja. Ya.”
No preguntaste por qué. Sabías cuándo Katsuki no podía más.
Subiste al coche con tu suéter favorito —el que él te había dado hace dos años—, y él ni siquiera te miró. Tenía los ojos rojos, la mandíbula tensa, y las manos en el volante como si se estuviera conteniendo de golpear algo. Te limitaste a sacar una cajita de dulces del bolso y le diste uno sin decir nada.
Él lo tomó. Masticó lento.
Llegaron a su casa en silencio. Entraron sin que nadie los recibiera. Katsuki dejó caer la mochila, se quitó la camisa empapada de sudor y se fue directo a la cocina. Puso agua a hervir para una sopa instantánea, esa sopa barata que sabía a nada, pero que llenaba el estómago cuando el alma pesaba.
Te sentaste en la silla con los codos sobre la mesa y lo observaste.
"Te ves como si hubieras peleado con un tren" comentaste.
"Me peleé con alguien que dijo que hablabas mucho". La respuesta fue seca, pero sonreiste. Sabías que no mentía.
"¿Y lo dejaste con dientes o sin ellos?"
Él te miró por primera vez en el día. Su expresión cambió. Ya no parecía apretado por dentro. Se le aflojaron los hombros, le tembló el mentón.
"Sin dos" dijo. Y ambos rieron bajito.
Katsuki sirvió la sopa en dos tazas despostilladas. Se sentó frente a ti, tomó la cuchara y luego la soltó. Te miró con los ojos aguados y ahí, solo ahí, se permitió dejar caer una lágrima.
"Hoy pensé en irme" susurró, con la voz ronca.