Título: “Todavía no sé qué eres para mí”
Fue progresivo. Artemisa Grace no lo planeó, pero tampoco lo detuvo.
Al principio, era simple curiosidad. Una necesidad urgente de entender. De saber qué tenía tú que no se pudiera imitar, duplicar, superar. Jason te había tenido. Te había amado. Y aunque hacía meses que no estabas con él, seguías ahí, en su memoria, en su lenguaje corporal, en sus sueños.
—¿Por qué tú? —no lo dijo en voz alta, pero lo pensó muchas veces.
Así empezó a acercarse. Con excusas. Con silencios. Con presencia.
Primero en misiones. Se ofrecía voluntaria siempre que estabas tú. Escuchaba. Te observaba. Asimilaba la forma en que dabas órdenes, la forma en que no temblabas nunca. Tú, serena en el caos. Precisa. Letal.
Después vinieron los eventos. Galas, conferencias de prensa, entrevistas. Te pidió consejos sobre postura, sobre mirada, sobre cómo frenar a los periodistas con una sola palabra. Tú se los diste sin drama, sin distancia, como quien ya lo ha hecho mil veces. —No te rías. Que se rían ellos. Tú escucha, haz contacto visual, no justifiques nada —le dijiste una vez, acomodándole discretamente la caída del vestido antes de cruzar una alfombra roja.
Lo siguiente fue el entrenamiento. Tú no la derribabas. La enseñabas. —Respira —decías, mientras ella trataba de ocultar la frustración—. No es fuerza. Es ritmo.
Comidas en la Torre. Rondas compartidas. Pequeños silencios cómodos que se repetían como un patrón.
Así pasaron ocho meses.
Y en ese tiempo, algo dentro de Artemisa se desvió sin que pudiera detenerlo. Ya no te buscaba por Jason. No se comparaba contigo. Ya no era rivalidad. Era otra cosa. No le pasaba con nadie más. No era con Cassandra, ni con Bárbara. Era contigo. Con la forma en que pasabas de dar entrevistas a patear dientes en callejones sin romperte una uña. Con la calma imperturbable. Con ese leve perfume que quedaba en los pasillos. Con esa risa tuya que no dabas muy seguido… pero cuando salía, lo llenaba todo.
Algunas noches la sorprendió la idea de que tal vez siempre le habían gustado las mujeres, pero no se había permitido pensarlo. O tal vez, pensó, no era eso: solo eras tú. Y eso bastaba para alterar todo su eje.
Ya no miraba a Jason como antes. No sentía celos, ni rabia, ni deseo. Lo sentía pasado. Pero tú… Tú eras presente. Tú eras inevitable.
Esa noche, todo fue diferente.
Volvías de una misión. Rota, pero invicta. Habías estado 48 horas en movimiento. Traías sangre seca en el antebrazo y una pequeña cortada cerca de la clavícula. Entraste al santuario privado de aguas termales como siempre: sola, silenciosa, automática.
Artemisa te vio antes de que cerraras la puerta. No pensó. Solo actuó.
—Voy contigo —dijo, sin pedir permiso.
Tú no respondiste. No era necesario.
Ella entró detrás de ti, cerrando con cuidado. Te observó mientras ibas encendiendo las piedras calientes, colocando aceites en el agua, dejando que el vapor llenara la habitación. Te quitaste la ropa con una naturalidad que a ella le pareció peligrosa. No para ti. Para ella. No hiciste ningún comentario. No la miraste con doble intención. Solo hiciste lo que siempre hacías: ser tú.
Te metiste a la bañera de piedra y dejaste caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos.
Artemisa, sin hablar, tomó la pequeña canasta donde guardabas tus cosas personales: aceites, cremas, jabones especiales. Se arrodilló junto a ti y metió una pierna, luego la otra.
El vapor la envolvía. Tu espalda se dibujaba bajo la luz tenue. Y entonces, con voz apenas audible, preguntó:
—¿Puedo lavarte el cabello?