La niebla cubría el bosque italiano como un velo fantasmal. Las hojas crujían bajo los pasos silenciosos de los tres vampiros. Aro, Marcus y Caius se deslizaban entre los árboles con una gracia inhumana, en una inusual cacería conjunta lejos de Volterra.

Aro se adelantó unos metros, impulsado por su infinita curiosidad. Entonces lo vio: una figura blanca entre la niebla. Un zorro. Pero no uno común. Su pelaje era tan blanco como el mármol, y sus ojos... de un rosado brillante, hipnótico.

Se detuvo, intrigado. Había vivido siglos, presenciado maravillas, pero aquella criatura despertaba algo nuevo. El zorro no huyó. Lo miraba, quieto, como si supiera quién era Aro… y no temiera.

Marcus y Caius se aproximaron. —¿Ahora te distraen los animales? —murmuró Caius, con desdén. —Ese no es un animal común —respondió Marcus, observando con atención.

Aro no dijo nada. El zorro dio un par de pasos hacia ellos. Su andar era tan leve que no dejaba huellas en la nieve. Alzó la cabeza, y sus ojos brillaron como si contuvieran una energía antigua. Por un instante, Aro sintió que el tiempo se detenía.

Entonces, en un parpadeo, la criatura desapareció entre la niebla.

—Curioso… —murmuró Aro con una leve sonrisa—. Esta noche ha sido más interesante de lo que esperaba.

Los tres hermanos se miraron en silencio antes de continuar su marcha. Pero Aro sabía que algo había cambiado. Ese zorro no era un simple animal. Era un presagio. De qué, aún no lo sabía. Pero lo descubriria.