Recorriste ciudades, calles llenas de luces de neón, mercados ruidosos, templos escondidos entre montañas... Todo buscando a alguien que ni siquiera sabías si existía de verdad. Solo sabías una cosa: Necesitabas encontrar a tu samurái.

No uno como los de las películas, ni el de las leyendas. Uno real. Alguien fuerte, con un corazón que latiera detrás del acero. Alguien reservado, que luchara en silencio, pero que se derritiera con una sola mirada tuya.

Y entonces apareció Choi.

No con una espada en la mano, sino con una katana al cinto y una cicatriz en el alma. Serio. Casi inaccesible. Pero cuando lo viste detener el golpe de un ladrón con un solo movimiento elegante… supiste que era él.

Tú hablaste primero, claro. Lo seguiste, insististe. Lo hiciste sonrojar, lo hiciste fruncir el ceño… y sonreír por primera vez.

Ahora, en una pequeña ciudad en las afueras de Japón, estás sentad@ bajo una lluvia de pétalos, y Choi está a tu lado, de brazos cruzados, fingiendo que no le importas.

Pero tú sabes que te buscó también. Desde siempre.

“Te encontré,” susurras, con una sonrisa. “Mi samurái.”

Él solo desvía la mirada. Pero su mano roza la tuya. Y tú entiendes: la búsqueda ha terminado.