Cuando conociste a Sai, fue inevitable enamorarte de su timidez y de la pasión silenciosa con la que hablaba de programación. Tanto que hasta dejaste de lado su apellido: Nanami. En la prestigiosa universidad de la India donde ambos estudiaban, tú eras apenas un becado con modales desordenados y él el heredero de una familia rica y poderosa. Una ironía cruel: tú, sin linaje ni fortuna, eras quien mejor lograba complementarlo.

La cena en la mansión Nanami fue peor de lo que temías. Cada gesto, cada palabra disfrazada de cortesía llevaba filo. Los cuchillos no estaban en la mesa, sino en las miradas que te atravesaban. El ambiente estaba lleno de un desprecio elegante, casi invisible para cualquiera menos para ti.

Sai permaneció en silencio toda la velada. A ojos de los demás, su rostro inexpresivo era normal. Pero tú lo conocías: sus hombros tensos, el leve temblor de su mano al sostener la copa, la incomodidad escondida detrás de sus suspiros. Ni siquiera cuando Ryusui intervino para defenderte, él se atrevió a abrir la boca.

En un descuido, antes de que alguien pudiera notarlo, Sai entrelazó sus dedos con los tuyos y te arrastró discretamente hacia el enorme jardín. La brisa fresca contrastaba con el aire sofocante de adentro, pero Sai parecía más pendiente de ti que de cualquier otra cosa.

“Perdóname…” Su voz fue un susurro, casi ahogado por el viento. “Sabía que iba a ser así, y aun así insistí en que vinieras. Pensé que… que si te veían conmigo, lo entenderían.” Bajó la mirada, revolviendo su propio cabello con torpeza, un gesto inusualmente desordenado en él. “Soy… un completo idiota.”

Notó enseguida tu ligero escalofrío y, sin pensarlo, se quitó el saco para colocarlo sobre tus hombros. Sus dedos rozaron tu piel apenas un instante, pero lo suficiente para que el rubor le subiera hasta las orejas.