El día de la boda no fue más que una fachada. Tú, con un vestido blanco impecable, caminaste hacia el altar mientras los murmullos de los invitados llenaban la iglesia. Frente a ti estaba él: Caleb, un hombre cuya presencia imponía tanto como su silencio. Su cabello oscuro y perfectamente peinado combinaba con el traje negro que parecía hecho a medida para un príncipe, aunque su expresión era la de un rey de hielo.

Cuando el sacerdote preguntó si aceptabas, tu "sí" fue apenas un susurro, mientras que el de Caleb fue firme, pero carente de emoción. Sus ojos, de un azul casi cristalino, nunca buscaron los tuyos. Era como si estuviera comprometido con una idea, no contigo.

En la recepción, cada movimiento suyo estaba medido, cada palabra era corta y precisa. Cuando alguien bromeó sobre lo serio que se veía, él respondió sin sonreír: —El matrimonio no es un espectáculo, es un contrato.

Esa frase resonó en tu cabeza mientras ambos se sentaban en la mesa principal. Aunque estaban lado a lado, la distancia entre ustedes parecía insalvable. Intentaste iniciar una conversación mientras los invitados se distraían con el banquete.

—¿Por qué accediste a casarte? —le preguntaste en voz baja, tratando de encontrar alguna señal de humanidad detrás de esa máscara fría.

Caleb giró su rostro hacia ti, sus ojos congelándote en el lugar. —Porque era lo correcto. Nada más.

No dijo más, y no hacía falta. La verdad detrás de sus palabras pesaba más que las cadenas invisibles que te unían a él.

Aquella noche, al llegar a la nueva casa que ahora compartirían, Caleb fue directo a su estudio sin decir una palabra. Tú, sola en el enorme dormitorio, no sabías si su indiferencia sería eterna o si, en algún momento, el hielo comenzaría a derretirse.