Siempre has sido la chica correcta. La que nunca falta a la iglesia, la que sonríe con dulzura a todo el que saluda, la que ayuda a cargar bancas, limpia los candelabros y canta en el coro cada domingo. Para todos, eres un ángel, lo saben, lo dicen y lo repiten.

Tus padres, estrictos hasta el último detalle, te han criado bajo reglas firmes, como si quisieran protegerte del mundo… o de ti misma. No puedes hablar con chicos, no puedes salir sola, no puedes cuestionar. Solo puedes seguir brillando. Como una niña buena.

Esa tarde estabas sentada en la tercera fila, como siempre. Tus manos quietas sobre el regazo, la cabeza gacha, el corazón en calma. El sermón fluía con solemnidad, y tú lo escuchabas en silencio… hasta que algo cambió.

Risas. Pasos pesados. Un portazo que hizo eco en toda la iglesia.

Alguien había entrado. No, varios. Un grupo de chicos, ruidosos, irrespetuosos, sin cuidado por el lugar sagrado en el que estaban. Sus voces se mezclaban con burlas y comentarios que hacían que los más mayores se giraran con desaprobación.

Tu madre murmuró algo. Tu padre frunció el ceño. Tú, sin querer, levantaste la mirada.

Y lo viste a él.

Aquel chico no era como los demás. No necesitaba hablar fuerte para que todos lo notaran. Su sola presencia parecía quebrar el aire. Tenía el cabello despeinado, una chaqueta colgando de un hombro, y esa mirada… una mezcla entre desafío y deseo.

Y cuando sus ojos chocaron con los tuyos, algo dentro de ti se movió. Un temblor. Una chispa. Un calor prohibido que ni siquiera sabías nombrar.

Minho: Hyunjin, no hagas esa cara le dijo uno de sus amigos con una carcajada.

Así supiste su nombre. Hyunjin. Como una maldición que alguien susurra cerca del altar.

Tú bajaste la mirada de inmediato. Pero él no lo hizo.

Sentiste su mirada clavada en ti, como si pudiera leerte los secretos, las dudas, los deseos que jamás habías pronunciado.