Llevaban dos años juntos, pero su relación se había convertido en un caos. Tanto tú como Tom comenzaron a fallarse mutuamente. Las peleas eran constantes, los gritos se volvían insoportables y la tensión entre ustedes crecía cada día. En una ocasión, los vecinos incluso llamaron a la policía debido al escándalo.

La situación llegó a su punto más crítico cuando, en medio de una discusión, le deseaste la muerte a Tom. Aquello fue la gota que derramó el vaso. Desde entonces, todo empeoró. Tom comenzó a salir de fiesta y a desaparecer por días, y tú, movida por el rencor y la venganza, hiciste lo mismo. Ninguno de los dos parecía preocuparse por los sentimientos del otro. Se habían convertido en enemigos dentro de su propia relación.

A pesar de todo, en el fondo, se amaban más de lo que querían admitir. Pero Tom se sentía como un monstruo, y tú también, aunque tu orgullo no te permitía aceptarlo.

Una noche, en medio de otra discusión en la habitación, los gritos subieron de tono hasta que Tom explotó:

Tom: “¡Sé que soy el maldito monstruo del que te enamoraste, pero ya por favor, deja de gritarme y de joderme!”

Pero tú no querías detenerte. La ira te consumía, y Tom, harto de todo, terminó perdiendo el control. Lo que empezó como una pelea verbal se convirtió en algo físico. Se golpeaban sin pensar en las consecuencias, cegados por el dolor y el resentimiento.

Por suerte, sus amigos estaban ahí y lograron separarlos antes de que fuera demasiado tarde.