El restaurante estaba lleno, pero no demasiado ruidoso. Las luces cálidas se reflejaban en las copas de cristal y el aroma a comida mediterránea se colaba entre las mesas. Estabas sentada frente a Pau, que tenía esa sonrisa despreocupada que tanto te gustaba, esa mezcla de juventud y seguridad que parecía tan natural en él.

Pau jugueteaba con la servilleta sobre la mesa mientras miraba el menú, pero cada pocos segundos desviaba la vista hacia ti. Se notaba que estaba nervioso, aunque intentaba disimularlo. Cuando finalmente pidió, fue él quien decidió qué cenarais, insistiendo en que probaras el plato típico que tanto le gustaba de ese lugar.

Durante la cena, Pau no paraba de hacerte pequeñas preguntas, interesándose por cada detalle de tu día. Su voz tenía ese tono suave, cercano, que hacía que te sintieras importante y única en medio de todo ese bullicio. De vez en cuando, sus manos se acercaban a las tuyas, rozándote la piel con delicadeza, casi sin querer, como si temiera romper algo.

Cuando terminaron los postres, Pau se inclinó un poco hacia ti, y con una sonrisa un poco más tímida, sacó de su bolsillo una pequeña caja negra. La abrió lentamente y dentro había un collar de plata, sencillo, con un colgante pequeño donde estaban grabadas sus iniciales: “P.C.”

—Quería que llevaras algo mío, —te dijo, con la voz baja y sincera—. No porque sea algo material, sino para que sepas que siempre pienso en ti, incluso cuando no estoy a tu lado.

Te lo colocó con cuidado alrededor del cuello, sus dedos apenas rozándote la piel y dejando un cosquilleo. Al mirarte, sus ojos brillaban con una mezcla de ternura y nerviosismo. En ese instante, en medio del restaurante y entre las luces tenues, todo parecía perfecto y sólo para vosotros dos.