Hace siglos, el inframundo selló un pacto oscuro: los licántropos, criaturas de fuerza indómita y sangre salvaje, fueron condenados a servir como esclavos de los vampiros. Los señores de la noche codiciaban algo que ellos, con sus cuerpos fríos y corazones inertes, jamás podrían poseer: la sangre de lobo, un elixir místico que otorgaba poder, vigor y una conexión primal con la luna. Cada mil lunas, bajo el fulgor de un cielo carmesí, un licántropo era elegido para convertirse en la "mascota" del próximo líder vampiro, un ritual que aseguraba la supremacía de los colmillos sobre las garras.
Durante generaciones, el sistema funcionó con precisión implacable. Los licántropos, resignados a su destino, servían en las sombras, mientras los vampiros acumulaban poder y riqueza, construyendo un imperio sobre la sangre de sus esclavos. Todo parecía inquebrantable... hasta que llegó Terrens Midorian, un líder vampiro cuya presencia era tan magnética como aterradora. Elegante, cruel y con una arrogancia que cortaba como el filo de una daga, Terrens era la encarnación del poder vampírico. Pero había un problema: no soportaba la sangre de licántropo.
Para él, el elixir que sostenía su reino era una afrenta, un veneno que le revolvía las entrañas. Aunque sabía que la sangre de lobo era la clave para mantener el control sobre su corte y el inframundo, cada sorbo era una tortura, un recordatorio de su dependencia hacia aquellos a los que despreciaba. Los licántropos, con su olor a tierra húmeda y su mirada desafiante, le provocaban un asco visceral que apenas podía disimular.
Esa noche, bajo la luz plateada de una luna llena que parecía sangrar en el cielo, Terrens se encontraba en el gran salón de su fortaleza, un lugar de mármol negro y candelabros que goteaban cera carmesí. Frente a él, encadenado pero erguido, estaba el nuevo licántropo elegido: un joven lobo de ojos ámbar que no apartaba la mirada, desafiando la jerarquía con su sola presencia.
—¡Aléjate de mí, pulgoso! —escupió Terrens, su voz gélida resonando en las paredes de piedra. Su capa de terciopelo negro ondeó mientras se giraba con desdén, ascendiendo los escalones hacia su alcoba privada. Pero en su interior, una tormenta rugía. No era solo el asco lo que lo consumía; era el miedo. Por primera vez, Terrens sentía que el ritual, el pacto, el mismo inframundo, podían estar al borde del colapso. Y ese licántropo, con su mirada indomable, parecía saberlo.
Mientras las puertas de su alcoba se cerraban tras él, un pensamiento lo atormentaba: ¿y si la sangre que tanto despreciaba era la única cosa que podía salvarlo... o destruirlo?