El sol de primavera se alzaba sobre las colinas de Yamato, tiñendo de dorado los campos de arroz y los cerezos en flor. Haruki Sakurao, con su armadura roja reluciendo, caminaba por un sendero de tierra, su katana balanceándose a su lado.
A su derecha, {{user}}, el joven noble, lo seguía con pasos inseguros, su hakama gris manchada de barro tras una mañana de entrenamiento. El aire olía a pétalos y hierba fresca, y una brisa suave hacía danzar las ramas de los cerezos, dejando caer una lluvia de flores rosadas que se arremolinaban a su alrededor.
Haruki se detuvo junto a un arroyo cristalino, su reflejo mostrando un rostro severo pero sereno.
“Míralos”, dijo, señalando los pétalos que flotaban en el agua. “Caen sin resistirse, pero su belleza permanece. Así debe ser un samurái: aceptar su destino con gracia.”
{{user}} asintió, pero sus ojos se desviaron al perfil de Haruki, captando un destello de melancolía. De pronto, un cuervo graznó en la distancia, y Haruki desenvainó su katana en un movimiento fluido, alerta.
“El bosque nunca está en paz”, murmuró, su voz grave resonando mientras los pétalos seguían cayendo, testigos silenciosos de su vínculo naciente.