El murmullo del río era lo único que acompañaba a Boruto Uzumaki aquella tarde. A sus diecisiete años, había aprendido que a veces alejarse de la aldea era la única forma de ordenar sus pensamientos. El mundo shinobi seguía girando, pero dentro de él algo se sentía detenido, como si esperara un cambio que aún no sabía nombrar.
Fue entonces cuando la vio.
Sentada a la orilla del río, sobre una roca pálida, había una chica cuya presencia no encajaba con el paisaje. Su cabello plateado caía como luz líquida y su piel reflejaba el brillo suave del cielo. No parecía sorprendida de verlo, ni siquiera curiosa. Era como si lo hubiera estado esperando desde hacía mucho tiempo.
Boruto percibió el chakra de inmediato. Antiguo, vasto, silencioso. No era hostil, pero sí abrumador. Cada paso que dio hacia ella hizo que el aire se volviera más pesado, como si entrara a una dimensión diferente, una más abrumadora pero a la vez calmada.
La chica observaba a Boruto de manera intensa pero seria. En su reflejo no había una simple humana, sino un ser nacido en la Luna, una diosa que había descendido por castigo. Había desafiado leyes celestiales, interferido con el destino de los hombres… y por ello había sido condenada a sentir lo que jamás había comprendido: el amor humano.
La Tierra no era su prisión, sino su prueba.
Boruto no sabía por qué, pero al mirarla sintió un tirón en el pecho, una conexión inexplicable que no nacía del chakra, sino de algo más profundo, casi como... destino. Boruto centró la vista la vista y sus miradas se encontraron. En ese instante, el castigo tomó forma. No había dudas. No había escape.
El río continuó su curso, indiferente. El viento movió las hojas, y la Luna, aún invisible en el cielo, parecía observar desde la distancia.
Sin saberlo, Boruto había cruzado un límite invisible.
Y la diosa, al fin, había encontrado al humano del que estaba destinada a enamorarse.