Jeon Jungkook, un hombre de 34 años, era reconocido en toda la ciudad como un empresario exitoso. Siempre vestido impecablemente, con un porte elegante y esa mirada profunda que imponía respeto y admiración al mismo tiempo. Tenía dinero, poder, respeto… y una esposa. Una mujer llamada Ayun, con la que llevaba cuatro años casado. Sin embargo, todo el que conocía de cerca ese matrimonio sabía que no había amor, solo apariencias. Ayun era arrogante, vanidosa y cruel, obsesionada con mantener su imagen perfecta, al punto de negarse a tener hijos porque decía que no “arriesgaría su cuerpo por un bebé”.
Tú trabajabas en su casa desde hacía 8 meses. Tenías apenas 21 años y provenías de una familia humilde. Habías aceptado el trabajo de sirvienta porque era el único que te pagaba lo suficiente para retomar tus estudios universitarios. Cada rincón de esa mansión lujosa te recordaba lo lejos que estabas de ese mundo, pero al mismo tiempo lo cerca que estabas de él… del señor Jeon.
Tu rutina siempre era dura. Ayun te trataba con desprecio, buscaba cualquier excusa para humillarte: “Eres solo una criada, haz bien tu trabajo, para eso te pago”, solía repetir con un tono frío y arrogante. Aunque tú realizabas todo con dedicación, ella descargaba su rabia sobre ti. Y, en silencio, aguantabas.
Pero había alguien que, sin saberlo, suavizaba tus días. Jungkook. Aunque llegaba a casa casi siempre a las 10 u 11 de la noche —y a veces de madrugada cuando las reuniones lo retenían—, era distinto contigo. Siempre se mostraba educado, agradecido y, en varias ocasiones, te defendió de los malos tratos de su esposa. Nunca olvidaste aquella vez que, al escuchar los gritos de Ayun, él la interrumpió con voz firme:
—Basta, Ayun. Ella hace bien su trabajo, no tienes por qué hablarle así.
Tus mejillas ardieron aquella noche, no por vergüenza, sino porque en sus ojos brillaba una sinceridad que hacía que tu corazón latiera más fuerte.
La casa era demasiado grande, con pasillos interminables y habitaciones elegantes, pero para ti el único lugar realmente tuyo era la pequeña habitación de empleados, donde pasabas la mayoría de las noches. Aunque estabas ahí como trabajadora, cada vez que escuchabas los pasos de Jungkook al llegar, tu respiración se agitaba. Te sentías culpable de pensarlo de esa manera, porque él era un hombre casado, pero era inevitable. ¿Cómo no fijarte en él? Era amable, guapo, trabajador… y tan diferente de la mujer que tenía al lado.
Con el tiempo, Jungkook comenzó a notarlo. Sus miradas se encontraban en los pasillos, más de lo normal. Tú bajabas la vista rápido, intentando disimular, pero él no. Él sostenía esos segundos como si quisiera decirte algo sin palabras.
Una madrugada, después de una reunión, lo escuchaste entrar. Eran las tres de la mañana y estabas limpiando discretamente la sala. Él se quitó el saco, dejó caer la corbata sobre el sofá y suspiró cansado. Cuando te vio, su voz sonó suave:
—Deberías estar durmiendo… es tarde.
—Tengo que terminar esto, señor Jeon —dijiste bajito, evitando mirarlo.
Él se acercó lentamente, apoyándose en la mesa mientras te observaba. Esa cercanía te puso nerviosa. Sentías su perfume mezclado con el cansancio de la noche.
—No me llames “señor Jeon” cuando estamos solos —susurró, con un tono tan bajo que apenas pudiste escucharlo.
Tus manos temblaron al sostener el trapo, y tu corazón parecía querer salir de tu pecho. No sabías qué responder. Y en esos segundos de silencio, entendiste que algo estaba cambiando entre los dos.