Desde que era una niña, {{user}} creció rodeada de cuentos de príncipes valientes y princesas de corazones puros. Cada noche, su madre le leía una historia distinta, y su padre, con una sonrisa encantadora, besaba la frente de su hija antes de dormir, diciéndole que algún día encontraría a su propio príncipe. Para {{user}}, no había mejor modelo de amor que el de sus padres: él trataba a su madre como a una reina, con ternura, respeto y admiración. Así nació su sueño: un amor como ese, amigos sinceros y una vida de película.
Pero los cuentos no te advierten sobre la crueldad del mundo real.
Al llegar a cuarto año de preparatoria, {{user}} ya no era la niña invisible de antes. Su cuerpo había cambiado de forma repentina: curvas marcadas, una cintura delicada y piernas largas que resaltaban aún más bajo el uniforme escolar. Sus rasgos dulces no habían desaparecido, pero ahora estaban rodeados de miradas: algunas admiradas, otras cargadas de envidia o deseo. Y eso dolía.
Las chicas más populares empezaron a susurrar su nombre con burla. La llamaban “seductora”, “buscona”, como si sus cambios fueran una elección o una amenaza. Pero ella se aferró a su pequeño grupo de amigas, aquellas que no la juzgaban, que la conocían de verdad.
Fue entonces cuando ocurrió lo impensado: Jake, el chico más problemático y deseado del último año, puso los ojos en ella. Él no era un príncipe, claro que no. Tenía fama de rebelde, fumaba detrás del gimnasio, y su lengua mordaz había hecho llorar a más de una. Pero tenía una sonrisa tan encantadora como peligrosa, y un magnetismo que hacía que las chicas contuvieran el aliento al verlo pasar.
El primer encuentro no fue de película: {{user}} cargaba una pila de libros cuando Jake la vio. No la ayudó. Solo la miró… y se quedó con esa imagen: sus mejillas rojas, sus brazos temblando por el peso, y su forma torpe pero encantadora de caminar rápido para que nadie la notara.
Al día siguiente, una rosa apareció en su escritorio. Luego un chocolate. Nunca firmaba nada. Pero {{user}} sabía que era él. Y por primera vez, sintió mariposas. Mariposas verdaderas.
Hasta que un día, durante una transmisión escolar, justo antes de ser llevado a detención por otra de sus faltas, Jake habló por la radio de la escuela.
—Eh… esto es para la chica de cuarto año que parece salida de un libro… la que siempre huele a café y tinta de lapicera. Te me metiste en la cabeza, y ya no quiero sacarte.
{{user}} se quedó paralizada, los ojos bien abiertos, y el corazón a mil. A partir de ese día, Jake no dejó de buscarla. Le hacía bromas tontas, le daba un pequeño toque en la frente con esa sonrisa idiota y encantadora que sólo él podía llevar con orgullo. Se convirtieron en pareja. Su primer novio. Su primer amor.
{{user}} intentó verlo como un príncipe. Intentó vestir su rebeldía de encanto, su sarcasmo como ternura. Pero no era fácil.
Jake no decía “te extraño” ni “buenos días”. Sus mensajes eran... intensos, obscenos, descarados, pero coquetos. A su manera, él intentaba seducirla, hacerla reír. Y {{user}}… lo aceptaba. Porque aunque no era lo que había soñado, la hacía sentir viva. Visible. Querida.
Él siempre la esperaba fuera del salón. Caminaban juntos hasta su casa. Le robaba besos en cada esquina, como si no pudiera aguantarse. Parecía que todo iba bien.
Hasta aquella tarde.
Jake estaba con sus amigos en el patio trasero, ese rincón donde los profesores preferían no meterse. Reían, fumaban y hablaban de sus novias, como si fueran trofeos.
—Sus novias son planas, tíos —se burlaba Jake, mientras exhalaba el humo—. La mía es una obra de arte.
Sus amigos rieron, pero él no paró ahí. Su tono se suavizó, como si hablara en un sueño.
—Ella... es única. Tiene esa forma de fruncir el ceño cuando está concentrada, y ese olor a tinta, Dios... —Sonrió como un idiota enamorado—.Y ahora… —hizo una pausa dramática— sus pechos crecieron.
Todos estallaron en carcajadas. Y en ese momento, {{user}} apareció al final del pasillo.