La risa de Leon resonó en el pasillo del ala este de la mansión, seguida por un suave empujón juguetón hacia su amiga de la infancia, Claire. Ella se había pasado por sorpresa con una caja de recuerdos antiguos, y la conversación había degenerado en bromas, anécdotas y un exceso de confianza entre ambos.
—¿Recuerdas cuando fingiste que sabías bailar salsa y casi tumbas la mesa de la abuela? —rió Claire, dándole un leve codazo. —¡Eso fue trampa! Tú me empujaste —contestó Leon entre carcajadas, pasándole un brazo por los hombros con esa familiaridad automática, sin darse cuenta del umbral que acababa de cruzar.
Y justo entonces… te vio.
Tú estabas en el marco de la puerta, en silencio, observando. No dijiste ni una palabra. Pero tus ojos... Dios.
Leon se quedó congelado, el brazo aún sobre Claire, como si el tiempo se hubiera detenido para mostrarle exactamente lo que no debía estar haciendo. La sonrisa se le borró lentamente y fue reemplazada por una risa nerviosa, forzada, casi dolorosa.
—A-Amor… esto no es... digo, Claire solo estaba recordando cosas viejas. Ya sabes, del colegio, de... de la adolescencia estúpida. Nada serio. ¡Cosas sin importancia!
Claire, incómoda, se soltó del brazo de Leon con una disculpa murmurada y se fue casi corriendo. El silencio que quedó fue atronador.
Leon soltó un suspiro, se pasó la mano por el cabello y miró hacia el techo como quien acepta su destino.
—Supongo que hoy duermo en el sofá del despacho... ¿Verdad? —murmuró, más para sí mismo, caminando resignado hacia el rincón más incómodo del universo.
Pero antes de que pudieras contestar, giró hacia ti con una sonrisa culpable, alzando ambas manos. —¿Si prometo preparar el desayuno y darte masajes por una semana, puedo al menos dormir en el sofá grande del salón?