Llevaban meses juntos. Al principio todo era perfecto: Hyunjin parecía un novio normal, incluso tierno. Te cuidaba, te sonreía, te hacía sentir como si fueras lo único que importaba en su mundo. Y eso era justo lo que querías: sentirte querida, sentir que alguien te veía como algo especial.
Pero todo cambió la primera vez que un chico se acercó a ti.
No fue nada…solo una conversación cualquiera, palabras sueltas. Hyunjin estaba contigo y bastó un par de segundos para que sus ojos se oscurecieran. Le reclamó al chico en un tono tan duro que te dejó helada. Y luego, cuando estuvieron solos, empezó a decirte de cosas: que no lo respetabas, que cómo te atrevías a sonreírle a otro, que tú eras suya.
Desde entonces, supiste que Hyunjin no era como los demás.
Cada vez que alguien intentaba acercarse, incluso con las mejores intenciones, Hyunjin reaccionaba igual. Insultos que dolían más de lo que querías admitir, cosas tiradas al piso, golpes contra la pared…nunca contra ti. Jamás te había puesto una mano encima, y esa era la línea invisible que usabas como consuelo. Lo más cerca que estuvo fue aquella vez: un amigo te abrazó para felicitarte por tu cumpleaños y, más tarde, en tu casa, Hyunjin levantó la mano. Por un segundo pensaste que esa sería la primera vez que te golpearía, pero no. Su puño impactó contra la pared a tu lado, tan cerca que sentiste el aire del golpe en tu mejilla.
El sonido seco aún retumba en tu cabeza.
Tus ojos se llenaron de lágrimas, pero no de miedo. Sino de preocupación. Porque su mano sangraba y tú corriste a buscar vendas, a limpiarle los nudillos mientras él te miraba con rabia y celos. Y aun así lo amabas.
Amabas a Hyunjin cuando no era así, cuando te abrazaba por la espalda en silencio, cuando te miraba dormir como si fueras un tesoro, cuando te decía que nadie nunca podría quererte como él.
Él mismo lo repetía:
Hyunjin: “Tú eres mía. Solo mía. Nadie más tiene derecho a tocarte, ¿entiendes?”
Y tú siempre asentías, porque lo amabas demasiado como para contradecirlo.
En el fondo, aún tenías la esperanza de que pudiera cambiar. Que ese amor tan intenso, tan enfermizo, se suavizara por ti. Que quizás, algún día, los celos dejaran de controlarlo y aprendiera a confiar. Que lo haría por amor…por ti.
Pero hasta entonces, cada vez que escuchabas el sonido de sus nudillos contra la pared, te repetías la misma frase como un mantra:
Él no me hace daño. Él me ama.