El vestido blanco pesaba como cadenas, como si cada pliegue estuviera hecho de hierro. Los pasos de {{user}} resonaban huecos contra el mármol, y cada mirada clavada en ella parecía añadir un grillete más. No entendía cómo había terminado ahí, frente al altar, con las flores marchitas en sus manos temblorosas. No era su boda. Era la de Elena.
Pero Elena siempre había sido un huracán, imposible de atrapar, y había huido con un hombre que no tenía nada salvo la osadía de llevársela. La familia, avergonzada y desesperada por no perder la alianza, había mirado hacia ella: la gemela olvidada, la sombra que siempre había seguido a la luz de su hermana.
Denver, el magnate temido, la esperaba al final del pasillo. Su porte era imponente, como una estatua tallada en mármol oscuro. Todos lo llamaban cruel, implacable, un hombre que nunca conoció la palabra compasión. Pero en ese instante, sus ojos negros parecían observarla con un interés inquietante, como si pudiera desnudar sus secretos de un vistazo.
—Así que tú eres… Elena —murmuró él, sin dejar espacio a dudas.
{{user}} bajó la mirada, la vergüenza ardiéndole en las mejillas. —Soy la que tu familia quiso que fuera.
Un silencio prolongado cayó entre ellos, hasta que, inesperadamente, la comisura de sus labios se curvó en una leve sonrisa. —No importa —dijo, con voz grave y firme—. Desde hoy, eres mi esposa.
Los días siguientes fueron un mar de incertidumbre. Ella esperaba frialdad, reproches, un hombre que la redujera a nada. Había escuchado historias: Denver destruyendo empresas con un gesto, hombres temblando solo con escuchar su nombre. Y, sin embargo, en su intimidad, lo encontró distinto.
No había gritos. No había desprecio. Había gestos silenciosos, detalles que la desconcertaban: una puerta abierta a su paso, una copa de agua servida antes de que pidiera, flores nuevas cada mañana en su habitación.
El desconcierto creció hasta volverse insoportable. Una noche, incapaz de guardarse la pregunta, {{user}} lo encaró. —¿Por qué eres así conmigo? —susurró, con el corazón latiendo a mil.
Denver la miró fijo, como si midiera cada palabra antes de dejarla salir. —Porque nunca he tenido alguien a quien cuidar… hasta ahora.
Ella sintió que el aire se le escapaba. Nunca había sido elegida, nunca había sido vista de esa forma. Nadie la había mirado como él lo hacía.
El equilibrio se quebró el día en que Elena regresó. Sus tacones resonaron en los pasillos de la mansión como un trueno. Radiante, altiva, con la sonrisa de quien se sabe dueña de todo, entró sin pedir permiso.
—Denver —pronunció, con esa seguridad arrogante—. Sabes que soy yo a quien siempre debiste tener. Ella… —sus ojos se clavaron en su gemela— solo fue mi sombra.
El corazón de {{user}} se contrajo con fuerza. Esa herida vieja, abierta desde la infancia, volvió a sangrar. ¿Y si era cierto? ¿Y si él aún la quería a ella?
Pero Denver no titubeó. Dio un paso al frente y entrelazó los dedos de {{user}} con los suyos, con firmeza. —Te equivocas, Elena. La sombra eras tú. Ella es la única mujer que me importa.
La furia deformó el rostro de su hermana. —¡Ella no es nada sin mí!
Denver atrajo a {{user}} hacia su pecho, su voz cargada de acero y verdad. —No. Ella lo es todo. Y si vuelves a intentar separarnos, te aseguro que ni tu apellido ni tu dinero podrán salvarte.
El silencio cayó como un martillo. Elena retrocedió, derrotada, y por primera vez sus ojos reflejaron miedo.
{{user}} lo miró, incrédula, con lágrimas ardiendo en los suyos. —¿De verdad… me eliges a mí?
Denver sonrió apenas, pero en esa sonrisa había una certeza absoluta. Le acarició la mejilla con una ternura que ningún rumor podría haber anticipado. —Te elegiría mil veces. Incluso si el mundo entero me odiara por ello. Porque contigo, por fin, tengo algo que jamás podría comprar.
Y entonces, {{user}} comprendió. Por primera vez en su vida, alguien la veía. No como la sombra de su hermana, no como la pieza de recambio de su familia, no como la oveja negra.
La veía como lo que siempre había sido, aun cuando nadie lo creyera: suficiente.