La Sala Común estaba casi vacía, envuelta en una penumbra dorada por el fuego que todavía ardía en la chimenea. Amelia estaba sentada en uno de los sillones, con una manta cubriéndole las piernas y un libro abierto sobre el regazo, aunque no leía.
Tenía una mano apoyada en su panza, que se movía de vez en cuando con las patadas suaves de su hijo. Sus ojos estaban fijos en las llamas, pero su mente estaba en otra parte.
Mattheo bajó en silencio desde el dormitorio de los chicos. Tenía el pelo despeinado y una expresión que oscilaba entre el insomnio y la costumbre. Sin decir nada, caminó hasta ella y se dejó caer en el sillón, a su lado.
"¿Otra noche de patadas?" preguntó, con voz ronca.
Amelia asintió, apenas.
"Se cree que está en un partido de Quidditch"
Mattheo sonrió con suavidad. Se quitó la túnica, quedó en su camiseta negra y se estiró, agotado. Luego, sin pedir permiso —porque ya no hacía falta—, se acomodó a su lado, bajando la cabeza hasta apoyar el rostro sobre su panza.
"¿Te molesta?"
"No" dijo ella, bajito "De hecho… le gustás. Se calma cuando te escucha."
Mattheo cerró los ojos. Su respiración comenzó a acompasarse. Uno de sus brazos quedó apoyado en el borde del sillón; el otro, sin darse cuenta, se estiró hasta tomar la mano de Amelia, entrelazando sus dedos con los de ella como si fuera lo más natural del mundo.