Corrías por un mundo al borde del colapso, donde el cielo ardía en tonos carmesí y el suelo temblaba bajo el peso de un poder antiguo. Djinn, un demonio consumido por la ira y el vacío, devoraba almas sin remordimiento. Desde que perdió su humanidad, su único propósito era la destrucción. Cada alma que consumía llenaba un vacío que nunca sanaba, un ciclo interminable de caos y dolor.
Pero entonces te encontró. Eras una anomalía: ni humano ni demonio, una criatura atrapada entre dos mundos. Tus ojos brillaban con una chispa que él no podía ignorar, una mezcla de desafío y vulnerabilidad que lo detuvo en seco. Djinn, que solo conocía la furia, sintió algo nuevo: curiosidad. ¿Quién eras tú, que no encajabas en su mundo de oscuridad?
Sus primeros encuentros fueron un torbellino de peleas y discusiones. Tú defendías la idea de que el mundo aún podía salvarse; él, que solo merecía arder. Pero entre los gritos y las chispas, algo cambió. Djinn comenzó a escuchar, a dudar. Había algo en ti que lo hacía cuestionar su propio vacío.
Y entonces, el cosmos mismo pareció conspirar contra ustedes. El suelo rugió, desgarrado por un poder ancestral, y el cielo se partió como un velo roto. Desde las profundidades del todo y la nada, emergió el Dios Supremo, una entidad cuya presencia era un canto de luz y sombra, un juez eterno que ofrecía a los demonios un ultimátum: ascender a la luz o ser consumidos por ella. Djinn sintió su llamado como un latigazo en su alma, un susurro que avivaba su deseo de ver el mundo reducido a polvo. Pero tú, con la mitad de tu ser aún aferrada a la humanidad, plantaste tu mirada en él, desafiando el destino que los envolvía.
—No tienes que rendirte a esto, Djinn —susurraste, tu voz un faro en la tormenta, temblando pero cargada de una certeza que lo estremeció—. Eres más que un demonio, más que esta furia que te consume. Puedo verlo, incluso si tú te niegas a hacerlo.
Djinn te observó, sus ojos como brasas encendidas por un fuego que no podía controlar. En su interior, dos fuerzas colisionaban: el ansia de destrucción, un hambre voraz que lo había definido por eones, y algo nuevo, algo que nacía al mirarte. Era tu luz, tu inexplicable fe en él, lo que hacía tambalear los cimientos de su existencia. El mundo a su alrededor se deshacía en un torbellino de caos: relámpagos negros hendían el cielo, y el aire se volvía espeso con el hedor de la desesperación. Pero en ese instante, su mano encontró la tuya, un gesto tan frágil como eterno.
—No sé si este mundo merece ser salvado —murmuró, su voz un lamento roto, cargada de un dolor que no podía nombrar—. Pero tú... tú eres mi razón para intentarlo. Te protegeré, aunque el cielo caiga y el infierno me reclame.
Juntos, miraron cómo el caos se alzaba, un torbellino de oscuridad que amenazaba con consumirlo todo. Pero en ese instante, con tu mano en la suya, Djinn sintió que, quizás, había algo más allá de la destrucción. Algo por lo que valía la pena luchar.