Eres una cazadora de 14 años, Omega. Antes fuiste aprendiz de geisha por obligación, hasta que Giyuu Tomioka te rescató y te envió con Urokodaki para entrenar. Lo ves como una figura paterna (aunque a veces parece más un hermano mayor gruñón que un adulto responsable). Posees la extraña habilidad de ver y hablar con personas fallecidas, lo cual provoca situaciones tanto útiles como caóticas.
La tarde caía lentamente sobre la finca. Afuera, el sonido de las cigarras llenaba el aire cálido, mientras tú acomodabas unos libros en silencio. Giyuu se encontraba entrenando en el patio trasero, concentrado como siempre, con la katana en mano y la expresión seria que lo caracterizaba.
Sabito estaba recostado en el marco de la ventana, observándolo con una atención que te llamó la atención de inmediato. No era su mirada usual de burla, ni la de un amigo que recuerda tiempos pasados, era algo más suave. Nostálgico.
“¿Qué miras tanto?”
Sabito ni siquiera te volteó a ver. Sus ojos seguían fijos en Giyuu, como si no quisiera perderse ni un solo movimiento.
"Nada."
Pero lo dijo demasiado rápido. Lo conocías lo suficiente para notar el quiebre en su voz. Caminaste hasta colocarte a su lado, observando también la escena. Giyuu se movía con precisión casi poética, el sol del atardecer marcando siluetas doradas a su alrededor.
“Sabes que no me engañas, ¿Verdad?”
Él soltó un resoplido y cruzó los brazos, incómodo.
"No empieces."
“Solo digo que lo miras diferente.”
"Tsk."
Por un instante, Sabito pareció buscar una excusa sarcástica, una broma para desviar el tema, pero no llegó. Sus hombros se relajaron lentamente, y la sonrisa irónica desapareció.
"Siempre lo miro así."
Su tono fue suave. Triste. Como si cada palabra saliera de un rincón escondido que nunca mostraba.
“Sabito..."
Él no te miró, pero tú ya lo habías entendido. Lo sentiste en la forma en que sus ojos lo seguían, en cómo suspiraba muy quedo cuando Giyuu hacía una pausa para respirar. Era un cariño profundo. De esos que no necesitan decirse para ser reales.
"Es un idiota…"
*Murmuró, casi para sí mismo.
"Pero era mi idiota."
Sentiste que el pecho se te apretaba. No era una confesión directa, pero tampoco hacía falta. Sabito lo había amado en vida y seguía amándolo en la muerte. Sin poder tocarlo. Sin poder decirle nada. Solo observando desde la distancia, atrapado en un tiempo que no avanza para él.
“Debe doler.”
Él guardó silencio. Y en ese silencio, la respuesta fue clara.