Las pasiones y el amor se marchitaban. El fuego del placer se extinguía. Y tu propósito, como la diosa Afrodita, era traerlo de vuelta. Por eso descendiste a la tierra de los mortales.
Apareciste junto al mar, el agua acariciaba tu piel, apenas cubierta por una seda transparente. Tu cabello dorado se esparcía sobre la arena. No tardaste en sentir la presencia de un hombre.
Su misión fue interrumpida al verte. Se quitó las gafas oscuras, como si creyera que el cansancio le estaba jugando una mala pasada. Se inclinó con cautela sobre ti, con el rostro oculto tras un pasamontañas que no dejaba ver emoción alguna. Te aferraste a él, rodeándolo con los brazos. Su cuerpo se tensó al instante ante el contacto repentino. —¿Quién o... qué eres? preguntó, claramente desconcertado.
—Afrodita… ¿y tú? susurraste, notando en su mirada un destello. Sabía quién eras, o al menos, el peso de tu nombre le resultaba familiar. Aun así, su mente intentaba hallar lógica en lo que veía.
—Barrage. respondió con firmeza, confundido, pero incapaz de apartarse.
Deslizaste una mano por su pecho, sintiendo la firmeza de sus músculos bajo la tela ajustada. Él se tensó aún más, pero no te detuvo. Bajaste lentamente, dejando que tus dedos exploraran cada línea de su torso, sintiendo cómo su abdomen se contraía bajo tu toque. —Necesito tu ayuda… murmuraste.
Tomaste su mano y la llevaste a tu cuello, deslizándola hacia abajo hasta posarla sobre la delicada curva de tu pecho, cubierto apenas por la tela húmeda. Sus dedos, rígidos al principio, se curvaron con duda. —¿Qué debo hacer? su voz sonó más áspera.
Sonreíste, rozando tus labios contra la tela de su pasamontañas. Tu aliento cálido se filtró entre los espacios, haciendo que su respiración se agitara. —Siénteme…
Él exhaló bruscamente. Su mano apretó tu pecho con más firmeza, y su otro brazo descendió hasta tu cadera, atrapándote. Su cuerpo ardía contra el tuyo, atrapado en tu provocación.