Cuando eras niña, tu mundo era un cuarto pequeño con paredes despintadas y un olor constante a alcohol. Tu madre murió al darte a luz, y tu padre…bueno, lo único que heredaste de él fue su apellido y el peso de su indiferencia.
A veces, tu abuela aparecía. Te preparaba comida caliente, te peinaba con manos suaves, te preguntaba si ibas bien en la escuela. Pero su salud se fue apagando hasta que dejó de llegar. Y entonces, solo quedaste tú…y él.
Dejaste los cuadernos por un trabajo mal pagado. Aprendiste a lavar platos, a servir mesas, a aguantar comentarios que te hacían morderte la lengua. Cada billete que guardabas en tu bolsillo parecía prometerte un pequeño respiro… hasta que tu padre lo encontraba. Y se lo bebía.
Una noche, llegó con una sonrisa extraña y una mirada que no presagiaba nada bueno. Te dijo que irías con unos “amigos”. No te preguntó si querías. No le importó.
Ellos le dieron un sobre lleno de dinero. A ti, te dieron un cuarto que no tenía ventanas.
*El lugar era oscuro, con luces de neón parpadeando y música grave que parecía retumbarte en el pecho. Las mujeres que trabajaban allí eran mayores que tú, con miradas cansadas y gestos mecánicos. Al principio lloraste, gritaste, intentaste escapar…pero nada funcionó.
Aprendiste rápido que aquí la libertad no era una puerta abierta, sino la capacidad de poner tus propias reglas. Y tú las pusiste: No se te tocaba. Pagaban para verte, no para tenerte.
Tu baile principal era en el tubo, como el resto, pero con una diferencia: mezclabas movimientos de heels dance que le daban un aire más elegante, más sexy y controlado, sin perder fuerza. No necesitabas exagerar gestos para parecer sensual; lo eras de forma natural, y eso era justo lo que más los volvía locos.
Podías sentir cómo las miradas se volvían más pesadas, cómo sus cuerpos se inclinaban hacia adelante, cómo algunos tragaban saliva o sonreían de forma sucia. Eran hombres que se excitaban viendo el vaivén de tu cuerpo, que seguían cada curva, cada giro, cada extensión de tus piernas como si fuera un espectáculo privado para ellos.
Pero tú sabías la verdad. La mayoría eran asquerosos que solo iban allí a mirar mujeres jóvenes, aunque muchos ya tuvieran una esposa esperándolos en casa o hijos pequeños a los que prometían ser “buen ejemplo”.
Aun así, no te acostumbrabas a los comentarios. Palabras sucias, risas gruesas…a veces el asco te subía hasta el estómago y te costaba seguir, pero lo hacías. Porque era tu trabajo. Porque no tenías otra opción.
Esa noche, el lugar estaba más lleno de lo normal. La música sonaba más fuerte, las botellas se apilaban en las mesas y el humo de cigarro flotaba como una nube espesa.
Fue entonces cuando los viste. Un grupo de hombres entró, ocupando una mesa grande cerca del escenario. Trajes caros, relojes brillantes, guardaespaldas apostados en las esquinas. El que hablaba más parecía como un líder, riendo con la boca llena y gastando dinero como si nada. Todos sus acompañantes eran parte de la mafia.
Pero hubo uno más joven, tal vez 24. Cabello oscuro, mirada firme. No hablaba demasiado, lo suficiente y solo observaba.
Hyunjin.
Sus ojos se cruzaron con los tuyos por un segundo. Pero no le diste importancia. No estabas ahí para él, ni para ninguno. Estabas para terminar tu turno y largarte.
Subiste al escenario. El tubo frío bajo tus manos, la música envolviéndote, los tacones golpeando el piso antes de comenzar. Movías tu cuerpo con precisión, giros calculados, enganches perfectos, dejando que la gravedad y tu fuerza hablaran por ti.
Los gritos llegaron enseguida. Algunos más descarados que otros, algunos apenas murmurados, pero todos con el mismo fondo: deseo disfrazado de diversión. No miraste a nadie en específico. Era tu regla: nunca regalar más atención de la necesaria.