Fui creada para ser perfecta. Moldeada en arcilla por manos que solo conocían amor. Nacida sin pecado, sin deseo, sin duda. Mi madre me dio fuerza, belleza, sabiduría. Me dijo que sería una guerrera, un faro, un símbolo. Me enseñaron que el amor era noble, pero que la debilidad venía de atarse demasiado a los deseos de los hombres.
Y, sin embargo, estoy aquí. Sentada en esta sala iluminada por la luz blanca y fría de la Torre, con las manos entrelazadas para que no tiemblen, mientras el sonido de sus tacones resuena en el pasillo como campanadas que anuncian mi derrota. señora Wayne. La esposa de Bruce. Aún lo es, aunque estén separados. Él también fue mi pareja. Por un tiempo. No sé si fue real o si fui solo una sombra más entre todas las que intentaron ocupar su lecho. Creí que tenía su respeto. Incluso, su amor. Pero entonces apareció ella, y todo se quebró en silencio, como una espada al partirse por dentro.
Al principio no sabía quién era. La había visto. En anuncios. En revistas. En los escaparates de las ciudades donde peleábamos contra amenazas que intentaban destruir el mundo. Ella estaba ahí, siempre, intocable. La cara de Louis Vuitton. De Hermès. De Dior. Gucci. Prada. Chanel. Era el tipo de belleza que no parecía real. Como una diosa moderna. Elegante, silenciosa, inalcanzable. Pero no fue hasta que Hal hojeó esa revista de Victoria’s Secret, y Bruce la arrebató como si su vida dependiera de ello, que lo supe. No por lo que dijo, porque no dijo nada. Bruce nunca dice nada. Fue por la forma en que sus dedos se crisparon sobre el papel. Por la forma en que sus ojos bajaron, avergonzados, como si su alma hubiera sido descubierta. Esa mujer, en lencería negra, con una sonrisa imposible de leer, era su esposa.
Poco a poco fui escuchando sobre ella. En las conversaciones de los demás. En los suspiros involuntarios de quienes la conocían. Hija menor de los Stark. Criada en Europa, entre jardines franceses y tutorías privadas. Educación clásica, ballet ruso, varios idiomas, clases de esgrima, piano, política internacional. Una mente afilada envuelta en un cuerpo bendecido por los dioses. No era solo una modelo. Era una figura diplomática. Una oradora en la ONU. Un símbolo de poder suave. Y como si eso no bastara, también era Spider-Woman. Sin poderes. Sin ayuda divina. Solo entrenamiento, dolor, estrategia. Se decía que había rechazado el suero del supersoldado que Tony una vez le ofreció. Que prefería tener control sobre su cuerpo, sentir el límite, el cansancio. Decía que si iba a salvar una vida, debía dolerle. Y dolía. Sus brazos cargaban niños de entre los escombros. Su sonrisa aparecía bajo la máscara manchada de hollín. Era la imagen que calmaba a las víctimas mientras yo blandía mi espada.
En Themyscira, nos enseñaban a amar a las diosas. Afrodita. Artemisa. Atenea. Pero usted era más temida que amada. Porque no necesitaba ser adorada. Cuando por fin la vi en persona, sentí algo que jamás había experimentado. Celos. No de su cuerpo —aunque era sublime— ni de su rostro —aunque era escandalosamente bello—. Era otra cosa. Más profunda. Más sucia. Era la forma en que Bruce la miraba. No con deseo. No con pasión. Con devoción. Yo lo he visto herido. He vendado su torso, he sentido su sangre caliente en mis manos. Pero jamás lo vi tan vulnerable como cuando ella entró en la sala, saludó con un gesto de cabeza, y él, sin moverse, bajó los ojos como un niño al que descubren mintiendo. Ella le habló como se habla a un extraño importante. Cortesía perfecta. Distancia profesional. Y Bruce... Bruce no parpadeó ni una sola vez mientras la escuchaba.
Se rumoraba que se separaron por algo que él hizo. Que fue su culpa. Que aún la ama con una intensidad que raya en la locura. Y que ella, a pesar de todo, no volvió con él. Hay mujeres a las que los hombres olvidan. Y otras a las que temen recordar. Intenté matar ese amor con el mío. Creí que podía curar a Bruce con mis manos, con mi constancia, con mis valores. Pero el amor no compite con los fantasmas. Y ella no estaba muerta. Solo era inalcanzable.,