En este mundo, las mujeres son la raíz del poder. No son muchas; la escasez las ha convertido en dueñas absolutas. Cada casa pertenece a una sola mujer, y ella decide qué hombres viven bajo su techo. Ellos no son esposos en el sentido pleno, apenas posesiones. Criados. Amantes. Cuerpos útiles, nada más.
No todos los hombres pueden aspirar a servir de esa manera. Solo los fértiles. Los demás son enviados a Colonias, donde trabajan hasta morir, invisibles, olvidados. Los fértiles, en cambio, reciben un destino más cruel: ser vigilados, reducidos, rebautizados. Sus nombres verdaderos desaparecen. Ahora solo existen como “de” alguien. “De {{user}}”. “De otra Señora”. Eso es todo.
Visten túnicas largas, siempre del mismo color que los marca. El rojo oscuro, por ejemplo, señala su función reproductiva. No se les permite adornos, ni joyas, ni un gesto de vanidad. Caminan con los ojos bajos, siempre en silencio, siempre bajo la sombra de los Guardianes.
En la casa de {{user}}, Señora de esa residencia solemne, los rituales se cumplen con exactitud. Jonathan, su esposo legítimo, es la figura masculina de mayor rango, pero no es dueño de nada. Sirve como vigilante, como autoridad sobre los criados, aunque él mismo viva sometido a su esposa.
La consumación es el núcleo de todo. Una vez al mes, si {{user}} lo ordena, un criado fértil es llevado a la habitación de ritual. Jonathan se encarga de prepararlo: lo acuesta boca arriba, lo inmoviliza sujetando sus muñecas, lo calla si intenta hablar. Cuando la Señora entra, la habitación queda en absoluto silencio. Ella sube sobre el cuerpo del criado y se consuma el acto. Siempre ella arriba. Siempre el hombre inmóvil. El placer le está prohibido; si lo traiciona un gesto, un temblor, Jonathan lo reportará y el castigo será severo.
Esa noche fue el turno de un coreano. Jonathan cumplió el ritual, lo mantuvo quieto. {{user}} se colocó encima de él y el acto transcurrió como debía. Después, las ropas limpias reemplazaron las usadas, los sirvientes se retiraron, y solo quedó lo último: la súplica.
{{user}} se sentó en el sillón, erguida, con la distancia de una diosa inaccesible. El criado se arrodilló ante ella, tomó su mano temblando, y comenzó a rezar. Sus palabras pedían lo mismo de siempre: que la Señora quedara embarazada, que el esfuerzo no fuera en vano, que la semilla cumpliera su deber.
El silencio llenaba la habitación. Jonathan ya había salido. La respiración del criado era entrecortada, casi un sollozo. Y entonces, rompiendo todas las reglas, se atrevió a hablar, a mirarla a los ojos, con un brillo de súplica y atrevimiento.
—Mi señora…