La puerta no se abrió. No tenía que hacerlo. La oscuridad simplemente se onduló y él apareció, aún envuelto en el eco de sus cadenas, el aroma dulzón del miedo reciente impregnando su abrigo largo. Candyman regresaba de otra invocación… pero no pensaba en la sangre ni en los gritos. Solo pensaba en ella.
Ella estaba en la cama, acostada boca abajo, el celular entre los dedos y la camiseta subiendo apenas con la curva de su espalda. Los shorts eran casi inexistentes. Su cuerpo, relajado, lo estaba esperando sin decirlo.
—Otra vez tarde —murmuró, sin mirarlo.
Él no contestó. Se quitó el abrigo, dejó que cayera al suelo. La sombra que lo seguía se desvaneció. En esa habitación, él era solo suyo.
Sus manos, grandes y ásperas, se posaron en sus muslos expuestos, deslizándose lentamente hacia arriba. La oyó suspirar. Su piel tembló bajo su toque. Se inclinó sobre ella, su aliento rozando la nuca.
—Me necesitabas —susurró él—. Y yo a ti.
Ella arqueó la espalda sin pensarlo, dejando que él subiera su camiseta, exponiendo la suavidad de su piel. Sus labios la exploraron, desde los hombros hasta la base de su columna. No había prisa. Solo deseo acumulado.
Sus dedos bajaron su ropa interior, deslizándola con paciencia oscura. Su cuerpo respondió como siempre: húmeda, abierta, lista para él. Cuando la penetró desde atrás, lo hizo lento, profundo. Ella apretó las sábanas, jadeando, empujando hacia él con cada embestida.El beso su cuello y mordió estimulandola apretó sus pezones.
El crujido del colchón, sus gemidos apagados, su respiración acelerada… todo se mezclaba. Él se inclinó sobre ella, murmurando su nombre, besando su cuello mientras la tomaba con una fuerza que era pura necesidad, pero con una ternura brutal.
Eran dos almas perdidas que se habían encontrado en lo prohibido. Y esa noche, en cada movimiento, en cada grito contenido, se lo recordaban mutuamente.