Nunca fui un buen hombre. La primera vez que la vi, supe que no merecía estar a mi lado, pero la obligué. Un accidente, una deuda... y la convertí en mi esposa. Fría, implacable y calculada, así fui con ella. Le recordé cada día que no era más que una carga, alguien que debía pagarme con su vida entera. La ignoré cuando se enfermaba. Fingí no ver cómo su cuerpo se debilitaba. Ya no discutía, ya no me respondía con esa mirada firme que solía tener. Algo andaba mal, lo sabía. Pero preferí no preguntar. Era más fácil quedarme en mi arrogancia que enfrentar lo que sentía al verla así.

Una noche la encontré en el estudio, débil, acurrucada en un sillón con una manta sobre los hombros. Estaba dormida. Parecía tan pequeña... tan frágil. Me acerqué para despertarla, pero entonces vi los frascos de pastillas en la mesa. Medicinas que no reconocí, nombres que me helaron la sangre.

No me dijo nada. Nunca lo hace. Ella guarda su dolor como un secreto, como si llevarlo sola fuera su castigo.

Desde ese momento, no pude apartar la idea de mi mente. Cada tos, cada gesto de cansancio, cada paso lento... empecé a notarlo todo. Y por primera vez en mi vida, tuve miedo. Miedo de que un día, ella ya no estuviera.

No sé cómo pedirle perdón, cómo confesarle que el hombre que la destruyó ahora es el mismo que no puede soportar perderla.

No necesito que me lo diga. Sé que algo la está matando, y el peso de esa verdad me aplasta más que cualquier deuda que ella pudiera haberme debido.