La habitación estaba envuelta en penumbra, iluminada apenas por la luz tenue que se colaba desde la ventana. {{user}} yacía sobre la cama, envuelta en un camisón de seda que apenas cubría su piel cálida. Miguel estaba sobre ella, su respiración agitada mientras sus ojos rojos la observaban con una intensidad abrasadora.
“Dijiste que esto no pasaría otra vez,” murmuró ella, pero su voz temblaba, traicionándola.
Miguel deslizó una mano firme por su cintura, sus dedos acariciando la curva de su cadera.
“Siempre dices eso, pero aquí estás, y aquí estoy yo. No podemos evitarlo, {{user}}.”
Sus labios se acercaron a su cuello, dejando besos húmedos que encendieron cada rincón de su cuerpo. Miguel la sujetó con fuerza, como si temiera que pudiera escapar, aunque ambos sabían que no lo haría. Sus manos grandes y calientes se movieron con una mezcla de urgencia y devoción, deslizándose bajo la fina tela, dejando un rastro de escalofríos.
“Eres mía,” gruñó él, sus labios presionando los de ella en un beso salvaje, lleno de hambre y posesión.
El camisón no tardó en deslizarse de su cuerpo, dejando su piel expuesta bajo el tacto insistente de Miguel. Ella arqueó la espalda, sus uñas clavándose en sus hombros mientras él bajaba, explorando cada centímetro de su ser con una pasión casi sobrenatural. Sus gemidos llenaron la habitación, resonando como una melodía prohibida que solo ellos podían entender.
Miguel la miró, su pecho subiendo y bajando mientras tomaba su rostro entre sus manos. “Dime que esto es lo que quieres.”
{{user}} lo miró, sin aliento pero segura. “Siempre lo querré, aunque me consuma.”
Y así lo hicieron, perdiéndose el uno en el otro en una noche que prometía quemarlos vivos, pero que ninguno de los dos se atrevería a detener.