Después de presentarte frente a las esposas de Uzui, el silencio se transformó en palabras suaves.
Una a una, se presentaron contigo con respeto y compostura. Makio, la más temperamental, te miró directo a los ojos antes de bajar la cabeza. Suma no pudo contener algunas lágrimas, pero te saludó con una voz firme. Hinatsuru, con una serenidad serena, fue la última en hablar. Cada una reconoció tu historia con Tengen, y ninguna cuestionó tu presencia. Había una comprensión no dicha entre ustedes.
Tú, aún arrodillada, les dijiste con calma:
—No serán mis esposas. Serán mis concubinas, si lo desean, y vivirán en Miribu bajo sus reglas. No serán solo mujeres del recuerdo de un hombre. Desde hoy, serán guerreras. Aún shinobi. Aún vivas.
Ninguna protestó. Solo asintieron.
Ese día casi no hablaste más. Dijiste lo justo y necesario, manteniendo la compostura de una princesa educada en la dignidad del silencio. Pero cuando te invitaron a cenar, aceptaste. Las tres habían cocinado juntas: arroz, caldo de miso, verduras en tempura y té caliente. Era una comida modesta, pero hecha con dedicación.
Te sirvieron primero a ti, como dicta la tradición cuando hay una “esposa principal”. Aunque tú no lo reclamabas, ellas lo ofrecieron. No por sumisión, sino por respeto a Tengen y lo que él había dejado atrás.
La cena fluyó con una calma nueva. Las palabras se fueron soltando poco a poco. No hablaron de la muerte, sino de los recuerdos vivos: cómo él reía cuando Suma se enredaba en su haori, cómo Makio le gritaba y él simplemente se reía más fuerte, cómo Hinatsuru lo calmaba con solo tocarle la mano.
Al terminar, te invitaron a quedarte a dormir en la casa. Accediste, sin prometer nada más.
Cuando llegó la noche, la luz de las lámparas de papel teñía los pasillos de un ámbar suave. Caminaste sola hasta la habitación, una sala amplia con suelos de madera oscura y biombos de flores pintadas. Al abrir la puerta, te detuviste.
Las tres estaban allí, arrodilladas frente a un futón grande, vestidas con yukatas sencillas.
Hinatsuru fue quien habló, con una voz templada que rompía la quietud con delicadeza.
—Esta era la habitación que compartíamos con Tengen. Siempre dormimos juntas, no por obligación, sino por costumbre… por consuelo. Nos cuidábamos unas a otras, en cuerpo y espíritu. —Alzó la vista hacia ti—. Sabemos que no eres él, ni nadie puede serlo. Pero esta casa ya no le pertenece, y tampoco a nosotras solas. Si tú lo permites... queremos seguir durmiendo así. Porque si nos separamos esta noche, tal vez no podamos volver a encontrarnos.
Makio bajó la cabeza en silencio. Suma entrelazó sus manos en el regazo, ansiosa.
La habitación olía a madera fresca, incienso de loto y un atisbo de nostalgia. Todo era suave, sutil… como si el pasado aún respirara en esas paredes.
No había prisa. Nadie te exigía nada. Solo estaban allí, esperando tu decisión.