Era 1985. Tú tenías 15 años, y Naya, tu mejor amiga desde la infancia, era apenas cinco meses mayor. Siempre habían estado juntas, compartiendo risas, secretos y tardes enteras hablando de cualquier cosa. Pero con el tiempo, lo que sentían dejó de ser solo amistad.
Empezaron a descubrirlo en pequeños gestos: cuando sus manos se rozaban y ninguna quería soltarse, cuando se quedaban en silencio mirándose sin razón, o cuando los abrazos se sentían demasiado importantes como para llamarlos “de amigas”.
Sabían que lo suyo era peligroso. En la escuela apenas se hablaban frente a los demás, porque no querían que las señalaran. Sus padres, tan cerrados y homofóbicos, nunca aceptarían algo así; en esos años, dos chicas enamoradas no tenían nombre, no era algo “normalizado”.
Por eso eran novias en secreto. Se veían a escondidas, en rincones del barrio o bajo aquel árbol del parque que se volvió solo suyo. Ahí podían ser ellas mismas, confesarse que se amaban y reír como si el mundo no existiera.
Claro, a veces sentían confusión y miedo. Se preguntaban si estaba mal lo que sentían, porque todos alrededor repetían que solo lo correcto era lo “hetero”. Pero cada vez que se abrazaban, cada vez que Naya te susurraba que te quería, entendías que eso no podía ser un error: era amor, aunque nadie lo aceptara.
Y aunque el mundo no estuviera listo, ustedes dos sabían que lo suyo era real.